Sol. Ese sol de buen clima de los alrededores
africanos que sirve para amazacotar los caletres indígenas y para que los ingleses tuberculosos al mismo
tiempo que remiendan su pulmón, exploten la inferioridad española. Esta
inferioridad que se acoge al negocio extranjero tímida y medrosa de hambre.
¡Del hambre, la divina ciencia de todas las revoluciones y madre del odio, esa
actual emoción del hombre bien orientado…!
Sol, decimos. Un mar casi mediterráneo y sobre
el mar un barco enorme, un barco holandés que vuelca sobre la ciudad, un haz de
cocotas trashumantes. Alguien dice que es Europa y América que llegan. Una
Europa y una América de láminas de geografía: un tipo de cada nación, iluminado
y sonando igual con idiomas diferentes. ¡Un barco que trae una alegría
revoltosa que se hace de humo en las tres chimeneas espléndidas!
El barco viene de América. Es una ciudad
flotante, con casa de baños, bazares, jardines, barbería y billares. Unos
billares a propósito para el bamboleo, acondicionados de modo que no hagan los
esféricos marfiles, por su propia cuenta y riesgo, las carambolas. El viajero
se puede afeitar y pelar, se puede bañar en un estanque como en un mar de
salón, puede comprar juguetes y tomar el sol decorativo de los jardines. En el
barco se puede dar también a luz, sin inconveniente. Nos da la sensación de que
el niño nace y crece en el barco y cuando salta tiene ya una carrera corta, esa
de ingeniero electricista de Lieja o de empleado de correos español. El barco
es, sin duda, una cosa extraordinaria. Europa viene de América en él; toda
Europa menos los ingleses, claro. El inglés que descubrió Luis Araquistáin, el
de tercera clase, que vuelca en los países degenerados su deficiencia
espiritual explotando minas de cobre o minas de oficinistas hambrientos. Y esta
ausencia británica hace a la Europa y a la América que vienen en el barco,
menos gris y nebulosa.
Tenemos a Europa cada quince días asomada al
espigón del muelle. Una Europa algo desorientada por el estrépito de su
civilización, que salta aturdida por el vaivén del barco y el asombro de
hallarse en una inesperada playa remota donde ve aparecer los hombres de dos
pies, rasurados y con cuellos de pajarita; gentes de apariencia igual a las de
Europa y que no hace sospechar ni por un momento que hayan podido contribuir
con tanta eficacia a sostener en el Gobierno español a ese señor Dato.
El barco viene alegre, trae la alegría de
siempre, pero esta vez junto con la alegría guarda una pequeña tristeza. Veamos
primero, la alegría.
La alegría es esta: una argentina de belleza
elocuente: falda “plissé”, brazos semidesnudos, con las mangas sobre el codo
prietas, como ajorcas y un chapín de lágrimas de “glassé”. Mujer sorprendida,
escénica. En las escalas abre los brazos con un modo de Sarah Bernardth en la
puerta del foro y desciende después, seguida de un argentino espectacular. Un
hombre retórico, con un traje retórico y un “kodak” en la espalda. Argentino a
los versos de Lugones, con una ropa atenorada, de altos y bajos, puntos y
comas, y apartes inoportunos, como si estuviera todo él escrito por Vargas Vila. Montan en la falúa y los ojos, al mirar la ciudad lejana, adquieren una
brillantez de discurso hispanoamericano.
Una francesa estucada: ojeras rápidas, ojeras
de litera, precipitadas y excesivamente obscuras, como pintadas en la
obscuridad de un amanecer marino y a escondidas. Los senos le brincan dentro de
una blusa cortísima. Tiemblan en el borde del descote, como amenazando
graciosamente con una salida audaz y burlona; unos senos vivos y juveniles de
tanta vejez como tienen. Senos corridos y sabios, como dos solterones bien
conservados.
Un cubano incrustado en oro, con un jipijapa
que parece de hilo de oro, y una cadena de oro, con una moneda de oro por dije. Y unos
gemelos de oro, unos anillos de oro y de oro también los dientes careados. Los zapatos
amarillos, de ese amarillo cubano, de pelucona limpia con mangrina, dan también
la apariencia del oro. Pedazos de la estatua del rey Midas, que se animaron en
un azucarero insolente, con almacenes de harina sin hache, en Cuba, y una
espléndida imaginación de ingenios de caña. Tiene una casa toda de caoba,
parece que se sale de una casa cuyas puertas son de caoba o de cedro, de una de
esas casas que los cubanos estridentes se hacen construir en sus tierras
natales y en la que nos hace el efecto de estar metidos dentro de una caja de
cigarros puros.
Un noruego frío: con pelo gris, una barba
gris, una gorra gris y un traje gris y una cara rosada de aurora boreal en
pequeño. Hombre lejano; por muy cerca siempre lejano, inaccesible. Llega a la
falúa y parece que está envuelto en nieblas – la gorra, el pelo, la barba y el
traje –que lo ocultan a las miradas ardorosas de los demás viajeros elocuentes.
Pintura basada en la leyenda de "El holandés errante" (autor desconocido)
Un holandés errante; el holandés de todos los
barcos, hijo del holandés del navío misterioso. La mirada dura, de queso de
bola, el alma hueca, de ojos de queso. Viene en un barco suyo de la Tierra delFuego y corre a Ámsterdam a comprar vacas. Las manos claras con luz de
alquería, y un pelo de juguete, un pelo sin sensación de pelo humano, se diluye
entre la claridad del sol y se le ve por uno instante, tonsurado y con las
manos truncas. Cuelgan unos puños duros de dos brazos tiesos, como si las manos
se las hubieran mutilado dos quesos enormes, de esos que parecen molde desombrero de copa, que tienen la pesadez de roble de esos moldes fantásticos. Cuando
el holandés salta a la falúa, la falúa se llena de olor de desayuno y las
criollas de los ojos negros hacen un guiño con la nariz y se aplican un pomito
perfumado a los sensuales agujeros.
Un ruso: un ruso olvidado. Parece que todos
los rusos del mundo están metidos en Rusia y éste se ha quedado fuera por no
caber. Es un ruso sin alternativa bolchevista, como despreciado, por haber
estado lejos en momentos precisos. Tiene la maraña de su testa casi roja y
hubiera sido una espléndida cabeza teatral, para correrla por las calles de
Petrogrado en una de las más trágicas funciones. Es un ruso sin rublos; trae
pesos de papel en sus anchos bolsillos de mujik liberto y aunque los zapatos
son de tercera y hasta el desconcierto de la melena es también de tercera,
viene en primera clase, anulando con el brusco rumor de su respiración el dulce
olor del perfume criollo. Una argentina dijo al verle: ¡Qué esperanza! Y era,
en efecto, toda una esperanza de pasión y de lógica. ¿Dónde va? La falúa
tiembla como un trono de zar, cuando el ruso se pone el zapato rebelde en la
popa. Las criollas se asustan porque ya no cabe nadie más en la falúa.
Y en las escala quedan los otros pasajeros más
tristes; unos españoles, otros franceses. La falúa se aleja hacia la orilla, y
al barco se le va notando entonces, porque el humo sale más silencioso, la
tristeza que trae en el fondo escondida como el baúl de la bodega. Tristeza escondida
para que la Europa alegre no se enoje; la Europa fragante y libre, abigarrada y
rica, que ignora la pequeña nota sentimental, aldeana, que trae el barco
oculta. ¡Aquél barco que tiene un mar dentro y es una ciudad con teatro,
casino, bazares, y que no puede lucir para esa tristeza que trae ahora, un
cementerio! Y acaso esté apenado por este defecto amargo; su conciencia de
barco orgulloso y actual se acongoja por no tener también un camposanto donde
enterrar a sus muertos y llevarlos siempre de América a Europa; un cementerio
para poder celebrar en el viaje de noviembre, una fiesta de muertos con un pastor que haga su lírico recordatorio y unos
pasajeros sensibles que pongan coronas de rosas sobre las tumbas flotantes. Pero
es un peligro el cementerio para la inmunidad de los bistecs. ¿Pues cómo iba a
tragarse tranquilamente el viajero argentino, que acaso fue embajador en París,
un bistec con la sospecha de un cementerio frontero a la cocina?
Pero el barco y los que se han quedado en el
barco se sienten tristes. Un día antes de arribar se ha muerto en el barco una
muchacha. Casi la sepultan en el mar, mas los viajeros alegres, no quisieron
este espectáculo macabro y han aguardado la llegada para dejar en tierra segura
el cuerpecito blanco de aquella mujer que no pudo resistir tanto confort
civilizado…
Y cuando ya han saltado todos los alegres y
media Europa se distribuye indiferente por la ciudad como un mapa cortado y
echados al aire los pedazos, sale por la escala en una estrecha falúa forrada
de blanco, la muerta.
La muerta: es una cocota juvenil, una cocota
muerta literariamente, llena de humo de cigarrillos Dimitrino, con la misma
breve existencia y la misma gracia blanca y dorada. Se murió de palabras sin
emoción, palabras frías como sus senos de bazar, palabras manoseadas por todos
los oídos elegantes de América. No halló un día palabras, el pecho no tenía
palabras. La última palabra ya no traía letras que la hicieran sonar, sino un
hilillo de sangre roja que no decía nada, que sólo hacía cerrar los ojos de
miedo y de espanto para siempre. ¡Se murió en un barco grande, en un barco
lleno de muchas cosas y que sin embargo no podrían tener un cementerio para
seguir ella viajando después de muerta y entonces, sin negociar su vida tan
pequeña y tan sutil, como será el recuerdo de su muerte en el barco!
Se la llevan a la ciudad. ¡Viajera muerta
dentro de una caja hermética, para que no la vean su hastío de barco, sin los
colores de las mejillas, que dan tanto crédito a estos barcos importantes del
Atlántico! Sale por la escala sin dolor y sin alegría, pero el sol la acaricia
como si estuviera viva y la acompañan, escénicamente, los amigos elegantes que
bebieron de su quebrada copa en el barco; ¡su copa, que ya no tenía más que un
aro fino y rojo en el fondo, con un agrio sabor de vino abandonado y de viejas
lágrimas…!
[1 diciembre 1920]
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