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sábado, 21 de diciembre de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada / Panorama espiritual de un insulario- HUMORADA PROFILÁCTICA




Cementerio de Las Palmas(1910-1915)-Fotografía de Kurt Hermmann


 Hoy, día gris, día poco español, de influencia británica, ha muerto el portugués del profiláctico. La nueva, así, escuetamente contada, carece de interés nacional. La transmutación de un portugués de la Madeira, ocurrida en un rincón atlántico, es una cosa simple, desapercibida. Mucho más ahora, cuando en el propio Portugal, mueren de golpe unos cuantos ministros portugueses sin que el lomo del mundo se estremezca.
 Pero este portugués finiquitado hoy tiene cierto recuerdo curioso en mi panorama espiritual. Y como pasó por él graciosamente, quiero dedicarle esta breve memoria escrita. Acaso alguno sienta también este recuerdo... ¿No nos detenemos curiosos en los cementerios ante las lápidas vulgares, desconocidas... ¿No leemos atentamente todos los epitafios, todos los nombres de los muertos...?
 La isla cobija buen número de portugueses emigrantes, la mayoría del género galante. Una mujer portuguesa es ultrajada en Lisboa o en Cintra por cualquier Freitas (1) pagano y va a ocultar su deshonor a la Madeira. De la Madeira tórnase a este lugar isleño, en tanto que la violada indígena se refugia en el verde peñón lusitano. Un gentil intercambio que rejuvenece los cutis de las prostitutas. Un portugués de muelle, con manos negras y mucho jeito, se viene a Canarias dentro de un lanchón tiznado y vive de acometer pasaje extranjero con el anzuelo del cambullón. No es, por lo tanto, muy escogida la representación portuguesa.
 Pero el señor Enríquez (2) era un hidalgo, el más hidalgo portugués de la colonia. El señor Enríquez tenía una pera puntiaguda por barba y cierto ademán melodramático. Era casi un portugués de esos que no existen y que la tontería española inventa en son de burla, para justificar sus propias ocurrencias de portugués. El señor Enríquez era el portugués que, según los castellanos, llamó al pecho femenino "restarán do ninhos". Era un portugués tan español que cuanta cosa hizo, fabricó, parló o cedió tenía un legítimo empaque de portuguesada. Hablaba el castellano con una prosopopeya de mayoral leonés y aunque en la ciudad atlántica los indígenas truncan la zeta por una ese suavemente criolla, el señor Enríquez aprendió a pronunciarla con tan firme sonoridad que daba deleite oírlo y placer el provocarlo a una amplia correría por el léxico. Yo no sé por dónde supo el señor Enríquez que don Eduardo Benot decía que el castellano atlántico se hablaba bien, mas se pronunciaba bastante mal. Pero el señor Enríquez repetía esta historia a su mujer, que era insularia, y a los jenízaros de sus hijos. La obsesión de su vida fue la zeta, la labor cotidiana de su vida, una retumbante actitud de teatro...
 Era droguero, un droguero gentil. Un anuncio del señor Enríquez constituía una página de oro, un depurado y transparente romance. Así, llamó una vez a un dentífrico "verdadero paño delante para el blanco charol de los dientes", y al corcho en hojas, “deleite de codos cansinos y cabezal imaginativo".
 El señor Enríquez abría las puertas de su droguería con la voluptuosidad que Sarah Bernarth las puertas del foro en un drama de Hugo. Extendía los brazos hacia el fondo y aguardaba un instante de plasticidad muda. Las esponjas de la puerta se agitaban al viento como campanillas de una enredadera fantástica. Todo esto a las siete de la mañana, cuando la ciudad dormía aún. Después el señor Enríquez exponía sus anuncios entre un ejército de cepillos de dientes... Comenzaba la gente a entrar y el señor Enríquez ponía ejercicio su equilibrio prosódico.
 Pasaban los años en plena fronda lírica. El señor Enríquez se aclimató: salieron los hijos mixturados y toda la droguería llenóse de perfume idiomático. El señor Enríquez exponía su sonrisa de alta comedia ante la clientela y la clientela llegó a necesitar como una droga más el regaliz de aquella prosa ilustre.
 El señor Enríquez iluminó sus anuncios, puso un reloj alumbrado a la puerta de su tienda. No le quedó cosa sonora y brillante que no ocupó en beneficio de sus productos. El reloj tenía el propio empaque del señor Enríquez; era un reloj romántico que al marcar la hora erguía el minutero como una cerviz hidalga... El señor Enríquez regalaba anuncios en verso y despedía a los clientes con una cortesía protocolaria... Olía a jabón de glicerina y a peras de goma; andaba en pantuflas y era como si una zeta escondida se fuera escribiendo en el suelo con un ruido de charolina virgen. Todo el señor Enríquez tenía una línea general de zeta y en el fondo de aquella vida atiborrada de cosas de bazar venía a ser la zeta como la incógnita misteriosa de un ánima complicada. Para el señor Enríquez la zeta era signo de algo oculto detrás de la vida...
 Y así fue que al descubrir su maravilloso profiláctico lo llamó el Profiláctico Zeta y en el escaparate puso una Zeta enorme y luminosa como una constelación recién aparecida...
 Yo no sé si la preocupación patriótica por sus galantes conciudadanas llegó a hurgar en su conciencia, mas nunca comprendí cómo un hombre tan elevado sobre las drogas pudo guiar su curiosidad hacia un invento tan de droguero. Al señor Enríquez metiósele en el casco evitar la avariosis de sus portuguesas, salvando a los isleños de aquellas terribles y verdaderas portuguesadas... Y el profiláctico surgió. Y el día que el escaparate se vistió de frascos salvadores, el señor Enríquez se sintió con una consistencia que el régimen de su país no ha tenido, una convicción ortopédica de braguero americano...
 Aquel día memorable el señor Enríquez colocó su anuncio rey. Las letras luminosas sembraban la calle de claridades positivas:"¡No más avariosis! ¡El profiláctico Zeta ha venido para librar al mundo de tan desmesurado mal! ¡Después del Profiláctico Zeta, el Oswaldo de Ibsen no tendrá razón de ser...!”
 Y a las pocas semanas el señor Enríquez se murió de la ironía de su profiláctico. Una tarde en que sacudía el señor Enríquez las esponjas de su puerta se le atragantó la zeta en la boca, torciéndosele, y el brazo se le paralizó y la pierna hizo un torniquete espeluznante. Los veinte años lejanos del señor Enríquez se le metieron de pronto vengadores en la cabeza y le punzaron la coronilla como agudos alfileres... Se le clavaron en la masa del señor Enríquez y al señor Enríquez se le cerró el ojo...
 ¡Se moría...! El profiláctico incólume se burlaba de su ingenio... Como una vengativa carcoma le fue horadando la médula… Pero aunque la lengua le temblaba como las esponjas de la puerta, el señor Enríquez tuvo fuerzas para morir como un hidalgo sonoro...Los hijos lloraban la trágica burla; en derredor, la esposa lamentaba la vuelta de aquel pasado tan chico y tan escondido y ofrecía su corazón atribulado por el dolor de aquella vida sentimental:"¡Oh, querido Enríquez, tenemos el “corasón” traspasado!”.
 El señor Enríquez forzó el ojo prieto y sacudió la lengua para responder desde la puerta de la eternidad, desde aquella puerta donde ya estaba él teatralmente colocado:
 -¡Oh... corazón... con zeta... querida cónyuge...!
 Y se quedó entonces mudo, inservible, como su profiláctico...
 Yo anoto hoy su recuerdo en mi panorama espiritual con cierta melancolía humorística…

[21-1-1922]

 Notas:
 (1) Desconozco qué personaje es el "Freitas" citado en el texto. Los ciudadanos de renombre de principios de siglo XX, o del siglo XIX que investigado, no parecen tener ningún punto en común con el "tono" con el que este apellido es citado. Agradecería la ayuda de cualquier posible lector.
 (2) Aquí ocurre lo mismo que con el anterior personaje. El único "Enríquez" del cual se habla como persona destacada en la historia de la ciudad es Rafael Enríquez Padrón, pero sin duda no se trata de él. De nuevo, dependo de la ayuda de algún posible lector, versado en la historia de Las Palmas de principios del siglo XX.

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