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martes, 2 de agosto de 2011

"Insulario", de Alonso Quesada/ Después de la guerra-SALCHICHA FRATERNAL

Bazar alemán (Kurt Herrmann-1916) 

 En los últimos días de la guerra, algunos de los alemanes que andaban sueltos por el Puerto se reunieron para abrir un bar. Y una buena mañana, este bar apareció abierto, ante la sorpresa de los porteños, que no sabían nada. El bar se había construido en una noche, como el maravilloso palacio de Aladino.
 Grato y patriótico lugar de borracheras, al bar acudían todos los teutones desocupados, y entre salchicha y book, aguardaban pacientes la derrota total del imperio, por otra parte, inesperada siempre para ellos. A media noche el bar tomaba un aspecto lamentable de perrera, y aunque los vecinos protestaron, nada se pudo remediar en bien del sueño. Los teutones tenían derechos adquiridos desde los buenos y neutrales tiempo de los sumergibles, y como la salchicha se iba entrando también en el corazón y en el estómago de los insulares, la cosa acabó en sonrisa tolerante. Los alemanes les regalaban salchichas a los chicos, que se comían los padres, y por primera vez la penetración teutona fue pacífica. Hoy el bar es casi distinguido, y el profesor del bar dirige las borracheras armónicamente, como un director de orquesta, de manera que el vecino no se queje, y los gritos y los cantos adquieren un tono musical encantador, aunque wagneriano. Mañana este bar será el mejor del puerto, y en él colaborará, sin duda, alguna Dorotea isleña, que desposará el profesor de la salchicha. Este obeso ciudadano ha perdido ya sus esperanzas de alemán, y dice el pueblo germano no puede ser ya más que errante, como el judío.
 Por una ventana entreabierta del bar se ve fabricar la salchicha. En una enorme caldera, el profesor parece un cuarentón, forjando la salchicha. Los chicos se asoman por la ventana, y el profesor les echa como a los perros las salchichas que van saliendo primero de la forja. Esto le vale el saludo y la sonrisa de las personas mayores, y como pronto se van a quedar sin barcos, y la casa no tiene ya telegrafía clandestina, se dejan querer un poco. Nunca, en realidad, fueron odiados en el fondo. Fue casi un odio oficial impuesto por las listas negras y los ingleses de la colonia, que se entretenían en buscar germanófilos con esas estupendas condiciones de exploradores que tienen todos ellos. Ya no hay listas negras. Y el dormido amor despierta y se manifiestan sinceramente. Hacía falta el detalle de la salchicha para justificar la transición, y la salchicha ha sido el poderoso y misterioso anillo. Sin embargo, al bar no acuden todavía más que alemanes. La salchicha entra para los insulares, a escondidas, por la puerta trasera. A veces se la comen con temor y bicarbonato encima. Pero como al fin es cosa que pica, mientras en Europa se firma la paz, los vientos de la isla los conquista el teutón. Y para estos neutrales españoles es más segura propaganda que un discurso de razonamientos civiles.
 Las damas catequistas que vienen al puerto, con la dulce pretensión de domesticar carboneros, pasan también por el bar de estos alemanes, conmovidas. Estos hombres gordos, rollizos, rosados y blancuchos tienen un atractivo místico para estas damas. Aquellas caras fofas y redondas les hacen evocar las nalgas del Niño Jesús, y luego el recuerdo del Kaiser, tan poderoso y tan arrogante, completa la inefable sonrisa que les lanzan al pasar por la puerta. Los alemanes los miran curiosos dentro de sus propias salchichas, con miradas ambiguas y extrañas, que conmueven más a las honestas señoras- ¡pobres muchachos-, dicen- sin madres, sin hermanas y quizás sin religión católica! Pero no se atreven a catequizarlos. Pasan y tornan a pasar. Pero un día no van mozos lampiños, sino profesores de bigotes férreos, y no vuelven. Aquellos pelos de alambre rompen el encanto sutil de sus sueños...
 Los ingleses no pasan por el bar, y si por azar se encuentran frente a él lo tapan con el humo de sus pipas. Aún sostienen una silenciosa guerra. Y, como todos los ingleses que ahora viven en el puerto, están heridos, unos de modo efectivo y otros de modo oficial, nada puede hacer el bar teutón con ellos todavía, aunque hay whisky conquistador. Pero con los franceses, sí. Y he aquí los más extraordinario de estos días. En el más lejano y absurdo rincón del mundo una salchicha los une y un book de cerveza los convierte. El pequeño bar teutón ha sido estos días como una pequeña Alsacia, que se resigna o se conforma a cuidar fraternalmente las dos razas enemigas.

Retrato del Káiser Guillermo II, con una referencia a Las Palmas en el pie de foto (Kurt Herrmann-1916)

 Hemos dicho en otro artículo que en la bahía está fondeado un crucero francés que viene por los trasatlánticos alemanes. Los marineros de este crucero llenan la ciudad y el puerto cotidianamente. Cruzan alegres, triunfadores, bebidos, mientras en los Consulados los honorables jefes arreglan el papel del "traspaso". Hace días, un grupo de marineros franceses, repleto de vino, se ha detenido ante el bar de los teutones. Los teutones han sentido al verles un ligero estremecimiento que quizá repercutió en Europa. Las miradas francesas y alemanas se cruzaron rápidas. Pero acaso el odio no pudo prender porque los franceses irrumpen el bar cantando. Los teutones reciben a sus enemigos con books en la mano, y el himno de la libertad suena atronador entre las cuatros paredes del bar. Y se cruzan los books, como antes las miradas, y la salchicha, como una amante y dulce mujer conciliadora, los une en un abrazo perfectamente humano. En la puerta se aglomera la gente, asombrada, ante los abrazos y cantos. Las caras extranjeras parecían nuevas, luminosas. Jamás se vio tan claramente lucir el amor en cara alguna. Todo había acabado en aquel momento. Reims era una historia. Verdún, una leyenda lejana. "Allens enfants de la patrie"...! Y los alemanes también fueron hijos de la patria; parecía que una patria nueva se estaba formando cerca de la caldera de la salchicha, bajo un abrazo, y que se elevaba hasta el infinito entre los vapores azules del vino.
 -Todo será olvidado. Ni yo maté a los tuyos, ni tú a los míos. Fue culpa de aquél, que era siempre el obstáculo. Nosotros no sabíamos lo que hacíamos. ¿Verdad que tampoco vosotros...? Venís por nuestros barcos, pero después de este supremo momento de amor y perdón, no os los llevaréis... ¿Verdad?
 -No, nos lo llevamos. Os lo dejaremos. Palabra. A beber y a olvidar de nuevo...
 Corre el vino, corre la cerveza, corre el canto. Desde la calle, la neutral muchedumbre aplaude frenética. Un inglés que pasa arruga el ceño. Todos estamos con el espectáculo contentos, menos el inglés que pasa. La verdadera paz, sin duda, debe ser ésta, sin discursos ni ecuanimidad wilsoniana. Una paz sencilla como un traje sastre.
 Pero los barcos se los llevan mañana. Este instante amoroso del bar les ha servido para acoger con mayor cariño los barcos y con mayor benevolencia. Los perdonan y se los llevan contentos. Así es, sin duda, el verdadero perdón. Acaso si no les hubiera perdonado en el bar, echan a pique a los barcos antes de perderse en el horizonte.

Gran Canaria, junio de 1919 [I-VIII-1919]

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