Otro viajante, otro mensajero nacional. Canetti venía espontáneamente por el sol. Zamacois nos trae una droguería
literaria. De todo este último viaje sólo nos ha quedado como recuerdo obsesionante
el hongo de Manuel Machado, que parece un braguero envuelto.
Zamacois ha venido enseñándonos el resto de su
gran juventud, esa juventud de Zamacois que siempre parece un cliché de revista
española; una juventud que es como una Otero maquillada y misteriosa; esa
juventud que pone su pie de Inmaculada sobre el dragón de una vejez tímida y
cesante. Cesante, sí. Porque la vejez de Zamacois llega como un cesante, o como
la viuda de un cesante, a la antesala de su espíritu y allí aguarda a que Zamacois
pueda recibirla. Zamacois tiene demasiados quehaceres; la vejez se va y vuelve.
Vuelve todos los días con una constancia de vago madrileño. ¿Cuándo entrará,
pues, la vejez en Zamacois?
Trae un frac nuevo, un frac de juventud, pero
de juventud de ahora; dice la misma alegría de un café, cuenta la misma gracia
de los antiguos cafés derrumbados. Está como si acabara de llegar de París en
cada instante. Trae la misma alegría de un viajero de primera vez, y aunque
todas las cosas ya las sabemos por las revistas y por otros viajeros
anteriores, Zamacois las descubre con una martingala diferente. Es el viajero
de la Venus de Milo, el que ha visto la auténtica Venus de Milo en El Louvre, y
aunque todas las Venus de Milo suplementarias son la misma Venus de Milo, él
dice: "No se puede uno hacer idea de la Venus de Milo hasta que no la ve en su
propio mármol". Esto es juventud, nada más que juventud, un poco recalcitrante,
pero amable.
¿Es conveniente que Zamacois sea joven tanto
tiempo? Sí. Zamacois no podría existir sino joven; en cuanto Zamacois envejezca
se perderán muchas cosas agradables de Madrid. Los cafés tendrán menos humos de
cigarros; Carrere no hará sus versos de la noche –esta otra noche, joven de
Carrere- Rafael Cansinos no citará a sus amigos a las cuatro y media de la
mañana en el Colonial; se quebrará la genialidad de Raquel, y la otra juventud
de Gómez Carillo se pondrá mareada como un damasco viejo. Desde que el cuero de
Zamacois empiece a arrugarse, se perderá en el acto el cliché que tienen en "NuevoMundo" de don Ramiro de Maeztu. Y aunque se busque el cliché por todos los
sitios, en los cajones, en las cestas de papel, acaso en los bolsillos de los
redactores, el cliché no aparecerá. La juventud de Eduardo Zamacois es lo que
sostiene estas cosas viejas que tenemos en nuestras casas y que nunca nos
decidimos a tirar. De las cuales decimos: “Sí, sí, esto no sirve; pero cuando
nos mudemos a la casa nueva lo arrojaremos a la basura”. Y en tanto que la
juventud de Zamacois no busque casa nueva se mantendrán vivas todas estas cosas
que laten alrededor de su conciencia juvenil.
Trajo su juventud intacta. Le hemos conocido
de un "tirón”, desde sus más lejanos tiempos hasta ahora. Y las canas que tiene
son prematuras, es seguro que lo son, porque él se las deja limpias y las
exhibe sin enojo. Él sabe que sus cabellos blancos han venido demasiado pronto,
son canas de juventud que llegan para ocupar el sitio de las ancianas y no
dejarlas invadir la cabeza eterna. De centinelas de las viejas, las canas nuevas
defienden la posición tomada con un ahínco desesperado y teutón. "- ¡Canas
viejas -parecen decir, cuando Zamacois se quita el sombrero sueco- canas
viejas, quimera! ¡Somos pelos negros audazmente disfrazados de blanco para engañar
al innoble y traidor ejército de la vejez capilar...!» De verdad que son como
unos espantapájaros de las canas verdaderas. Con estas canas, antemano
sembradas ex profeso, de nada servirá la aparición de las legítimas... ¿Cuáles
son las legítimas? ¿Cuáles son las falsas? ¡Mil pesetas al que descubra entre
todas estas canas falsificadas la íntegra cana...! La cabeza de Zamacois puede
ser un escaparate de perlas Kepta.
Y sin embargo... Esa juventud rezagada tiene
un encanto sentimental único. ¡Hay tantas cosas que penden del hilo de esa
juventud...! La cómoda creencia de los valores, ese no querer desengañarse uno de las afecciones de ayer... Ese decir: "¿Aquella cosa? Sí. Estaba bien...
Quizás ahora...", pero no queremos volver a ella para no desmembrar el
recuerdo.
La juventud de Zamacois es ese recuerdo. Es
necesario, pues, que Zamacois sea joven; por lo menos mientras no haya revolución,
mientras se repitan los discursos españoles, y se le llame en los periódicos de
Madrid el "gran Manolo» a Linares y "Pepe" a Campúa. Y cuando
irremediablemente, fatalmente, Zamacois no pueda con el peso de su juventud
-porque cuando sea viejo de verdad no será el peso de la vejez el que lo
atosigue, sino el peso de su juventud- cuando no pueda ya con el peso de este
divino tesoro, preparémonos, heroicos, a la gran revolución espiritual,
intelectual... ¿Por qué Pedro Mata escribe novelas gordas todavía...? ¿A qué se
debe el desusado éxito de una novela llamada no sé qué de la Troya? A esa
juventud del gran simpático Eduardo Zamacois. Esta juventud es una tolerancia
inaudita...
[28-V-1922]
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