Catedral y plaza Santa Ana (1922-1925)-Foto de Joaquín Espinosa González
Aquí
tenemos una catedral sin historia y sin belleza. Vulgar, a trechos de piedra
labrada y a trechos de yeso vil. Una de esas catedrales anodinas y coloniales
donde vegetan diez canónigos viejos cantando vísperas por cincuenta duros al
mes. Pero, a veces, en los días azules y luminosos, las torres no hacen mal recortadas
sobre el cielo.
Es una catedral grande, delante de una plaza fría
y desnuda, una plaza sin árboles y sin parterres; para la muchedumbre de una
manifestación republicana o de una procesión eucarística. Después de las nueve
de la noche, la plaza se queda sola y parece desmayada, como una inmensa boca
abierta de hambre. Poca gente cruza de día. Algún soldado, algún municipal. En
medio de la plaza, vistos de lejos, parecen figuras de ajedrez, los
transeúntes.
Las casas que rodean esta plaza sin alma son
unas casas aristocráticas de señores enlutados siempre, señores a quienes cada mes
se les muere un sobrino o un pariente; y así, las puertas entornadas le dan a
la plaza un aspecto más desabrido y áspero.
La catedral no tiene gentileza ni gracia. Es
seca y sombría como los aristócratas de las casas cercanas. Está frente a la
plaza con la misma displicencia de una mujer estéril. Los insulares creen, sin
embargo, que su catedral es muy interesante.
Han pasado ochenta años sobre las agujas de
las torres y la catedral no se ha conmovido por ningún episodio histórico. Los canónigos
se han renovado y los cincuenta duros han ido de unos en otros como las capaspluviales. Dentro, la catedral sólo posee dos cosas de alguna ternura: un autógrafo
de Santa Teresa y un portapaz de Bevenutto Cellini. Hay también, en un frasco,
el corazón de un obispo. Un romántico señor de la ínsula que murió en América y
dejó su corazón a la catedral. El corazón, dilatado por el alcohol y los años,
parece hoy una robusta patata. ¿Qué más tiene la catedral...? ¡Ah, tiene
también la consabida cripta misteriosa de todas las catedrales desocupadas...!
Un señor habla en un ángulo y al otro ángulo llega la voz, como un secreto al
oído... ¡Sorpresa de estudiante y amena cultura de sacristanes...! Por lo demás,
la catedral es una piedra dura, sin sentido.
Pero ahora... ahora la catedral se ha
estremecido con una historia terrible, extranjera y sentimental... De lo más
alto de la torre de las campanas una mujer estupenda se arrojó a la plaza abierta.
Una viajera italiana, de una tan espléndida belleza que aún después triturada y
sangrienta sobre las baldosas, hacía estremecerlos ojos.
La viajera llegó a la torre, subió las anchas
escaleras, atóse las faldas, colgó de un badajo el gentil sombrero y se lanzó
al espacio. Sesenta metros de altura. Al llegar a tierra ya no tenía el corazón
vivo. El dolor de la piedra resonó en el otro mundo.
En la fonda donde se hospedó unas horas dejó
una niña preciosa y una carta de confesión. Había concebido el suicidio camino de
América. Un desesperado secreto de amor era el motivo. La niña -seis años
dorados, rosas y azules- lloraba con un desconsuelo extraño, de mujer
pensativa. Su casa estaba en Roma y su padre en Colombia. En la amarga epístola
se apuntaban, temblorosas, las dos direcciones que había de seguir la vida pequeñita
y huérfana.
La viajera mostraba el cráneo abierto y había,
dentro, como una sombra de pensamientos desesperados, una locura instantánea de
amor, un hilo sangriento, que se perdía entre los sesos como un largo río de
dolor. Los labios rojos, de una belleza maravillosa, entreabiertos por una
sonrisa truncada, como si de pronto un hacha invisible les hubiera partido la
gracia sutil de una leve alegría; y los senos muertos, tersos aún, como
sorprendidos, asustados de aquella muerte; como si sintieran el enorme desencanto
que los había de arrinconar para siempre bajo la ardorosa cal funeraria. Y las
manos, con una esmeralda rota, una esmeralda llena de sangre delos dedos
largos, finos, de mujer espectacular... Y toda ella, tendida en la plaza, con
un trágico gesto que parecía estudiado, de película, el terrible gesto de la
Bertini, que se ha ido metiendo como una serpiente nerviosa en todas las
mujeres de cuellos hermosos y manos lánguidas... Ese gesto de la Bertini que la
misma muerte ha sustituido por la guadaña clásica y que no es posible evitar ya
más en las mujeres que se tienden en los sofás de sus salones y en los suelos
donde caen muertas. La viajera italiana, muerta en el aire, esperó el instante
de caer como la Bertini; se preparó, muerta, su caída, y así el brazo se extendió
sobre las losas de la plaza, medio ocultas en un peldaño de la escalera las
puntas de los bellos dedos, como si la película no estuviera bien enfocada y corta
la sombra el pie de la cinta.
La gente rodeaba a la muerta con la misma
actual curiosidad peliculera. Y las mujeres del pueblo y las señoritas, estupefactas
en el atrio de la catedral, contemplaron el cuadro sangriento con los mismos
inconscientes gestos bertinescos, con igual ansiedad artística.
Y allí estaba todo un dolor lejano, un dolor
de destino, de tragedia desconocida y honda. El sol era más ardiente -sol de
julio africano-, el cielo tenía una limpidez maravillosa. Toda la belleza de la
tarde caía sobre el crepúsculo rojo y dorado de la muerta. Los cabellos rubios
y la sangre lucían con una viveza extraña, de protesta, por el dolor de aquel espíritu
que no supo comprender sereno...
El reloj de la catedral, indiferente, sonó las
horas y los cuartos de las horas, pero, al tirar por la cuerda del juvenil esquilón
el campanero, el esquilón sonó sordo, apagado, como si tuviera Iágrimas en la
garganta o un haz de suspiros en el pecho.
Era el sombrero de la muerta, que amortiguaba,
dulcemente, el rumor de la campana. . .
[26-VII-1921]
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