Un inglés llegó de Inglaterra para la costa
occidental del África. Al pasar por la ciudad afortunada pierde un monóculo. El
inglés ha tenido que seguir su viaje con desolación. ¿Pues cómo va a encontrar
allá lejos un monóculo? ¿Y cómo va a sentir el paisaje salvaje sin el elegante
freno de su monóculo? ¡El monóculo que dulcifica la abrupta visión y le hará
llevadera la vida en los amplios y negros desiertos africanos, tornándoselos "halles" agradables por la misteriosa virtud de su monóculo! El inglés había vivido
siempre ornamentado con su monóculo. Ha sido la figura solitaria de monóculo,
esa escueta figura decorativa de los "halles” europeos.
Digamos en honor a las cosas brevemente
agradables que no hace mal nunca un señor de monóculo. El monóculo es como un
perfume suave, como una etiqueta de limpieza social. En el rincón de un gran
comedor inglés es preciso que haya siempre un señor de monóculo. Además se
supone uno que las caras de monóculo han de estar por ley ineludible del
monóculo, rasuradas y limpias, reflejándose en el espejo de una pechera inútil.
(Todas esas pecheras, exclusivamente pecheras, son inútiles.) Yo no sé por qué también
los zapatos de charol de un señor que tiene monóculo crujen con un sonido de
faldas de seda; el mismo monóculo sostiene al señor derecho, erguido; y visto
de espaldas se le nota el cordón del monóculo, como si fuera el hilo con que
está sostenido a esta sociedad tan divertida. El cordón del monóculo -aunque ya
no se usaran cordones ni cintas-, el cordón y la cinta del monóculo es lo que
lo ata a la sociedad de los «halles» y de los salones y aunque no se llevara un
monóculo efectivo hay siempre una predisposición espiritual al monóculo en
todos los hombres sinceramente sociables. Es lo que musicaliza el coloquio vano
de la sociedad, lo que le da ese lavado aspecto de las cortesías y las vueltas
de seda del "smoking".
Todo esto lo ha perdido con su monóculo el inglés
viajero.
La casa consignataria del barco ha puesto un
anuncio reclamando el monóculo, porque este monóculo, además de su mérito simple
de monóculo que no se puede encontrar en Sierra Leone, parece que tenía la
virtud de estar cercado de concha especial y antigua. Monóculo que venía de
otros tiempos y de una familia que no vio nunca del ojo aquel que el monóculo
ayudaba a ver tan sutilmente.
Ha sido graciosa la pérdida y hemos sospechado
que el monóculos una cosa viva y pícara que más bien que perdido es escapado,
para hacerle al dueño guiños lejanos. Hemos de suponer que este monóculo estaba
ahíto de esclavitud y que ha querido tumbarse en la playa para tener
eternamente sobre su esfericidad pálida un vivo palpitar de colores. El
monóculo es un clown improvisado.
El monóculo
se ha deslizado por el chaleco del desolado viajero, se ha metido por entre las
piernas, y escondido detrás del tacón del zapato ha huido después con una
velocidad de ardilla. El señor, en el puente del barco, con toda su línea social
perdida, contempla los reflejos de los arenales lejanos y en cada rayito
vibrante de arena cree ver la posada de su monóculo ideal.
El señor llegará a Sierra Leone sin amuleto y
perderá el recuerdo de su vida anterior. No podrá caminar con la armonía que el
cristal de su monóculo le daba en los salones ingleses y hasta no se parecerá
al de los retratos porque ese ojo, que en el retrato no se veía sino como una
enorme catarata, lo desfigurará del todo y lo hará otro hombre. Un verdadero
hombre de Sierra Leone, tostado y duro, sin la cristalina suavidad que en medio
de las pálidas nieblas de Londres le daba el postín de su monóculo.
Comprendemos que el señor esté desolado. La
barba empezará a crecerle y sentirá el picor de los pelos erizándole el alma. El
monóculo, la luz del monóculo, no dejaba salir los pelos; el monóculo era como
un ídolo de los pelos del rostro, que acataban escondidos la luminosidad del
monóculo... ¡Suave monóculo discreto de todas las discreciones! No es posible
alzar la voz con un monóculo puesto; no se puede un hombre irritar con un monóculo.
La sonrisa de los señores del monóculo es como una sonrisa difuminada entre la
luz del cristal redondo, y todos los paisajes de la ciudad se ven acogidos
cordialmente en el divino cristal del monóculo. El hombre del monóculo habla
con esa tenue voz civilizada, esa voz misteriosa del alma, perfectamente
europea que Xenius en una glosa o en un diálogo privado hubo de alabar un día
con todas sus exquisitas alabanzas....
¡Pobre señor del monóculo! Ha perdido su alma,
ha perdido su sombra luminosa. El no podrá hacer nunca más cortesías, no podrá
pulirse las uñas de sus manos, no podrá enseñar el blancor de sus dientes
detrás de su sonrisa, no sabrá qué hacer con su ejercitada elegante mano
diestra, no podrá comprar otro monóculo. Porque no le encajarán los demás
monóculos, no tendrá ninguno la sociable costumbre del monóculo perdido. Todos
los cristales se romperán, las cintas o los cordones han de tener un hilo viejo
y los dos dedos de la mano con que el señor cogía su monóculo habrán perdido,
al llegar otro monóculo a Sierra Leone, todo ese polvillo invisible de
distinción con que se acariciaba el cristal y no lo empañaba, manteniéndolo
siempre mimado y querido.
Yo leí el anuncio de esta pérdida y aunque es
posible también que el monóculo se haya roto, pensé que el monóculo pudiera estar,
si libró su vida, tomando el té en el «hall» de un hotel británico.
Y lo he buscado allí y no estaba, pero me
aventuro a afirmar que estuvo. Había en el "hall" como un rastro luminoso de monóculo,
de monóculo que saltó de una puerta, dio vueltas en el aire y salió despedido
por una ventana hacia el mar. Estaba la huella, la luz era una luz
suplementaria en el "hall", luz que había pasado vertiginosa y simpática con
una prodigiosa alegría de libertad.
El barco del señor del monóculo cruza el
Atlántico. En la ciudad insular se quedó su monóculo. El barco avanza y el
señor del monóculo en la cubierta contempla la inmensa soledad marina con un
solo ojo, donde se ve brillar como una hijuela del gran monóculo, una lágrima
sutil.
El señor contempla el horizonte y sospecha la
desoladora Sierra Leone más allá del horizonte, pero cuando llega la noche y se
queda adormecido en la cubierta ve cómo del horizonte surge un monóculo
pequeñito que va creciendo, creciendo y se hace sobre su propia cabeza-burlada
un monóculo desmesurado y brillante, la caricatura descomunal de su propio
monóculo perdido: «madame la Lune...».
[29-IV-1921]
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