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sábado, 13 de julio de 2013

Recordando a Miguel Ángel Blanco.



 Recuerdo esa tarde. Recuerdo la hora: las cuatro de la tarde.
 Subí a mi azotea con una manta y una radio que tendí en el suelo. Me tumbé sobre ella y encendí la radio. En lo que se cumplía la hora de la ejecución, abracé cada sensación que llegaba a mis sentidos. Oía no sólo los sonidos de la radio, sino también el de los niños que corrían por la calle, el de los coches que recorrían mi calle y las otras vías cercanas... y el impagable sonido del viento. Miguel Ángel, seguramente, sólo oiría a los terroristas discutiendo sobre cómo descerrajarle la cabeza de un tiro sin llamar la atención del entorno. Eso, y el sonido angustiado de su propia respiración.
 Yo sentía el tacto de la suave manta; él, seguramente, la dureza implacable de una cuerda atando sus manos y el sudor del miedo lloviendo por su piel. Yo veía el cielo brillante y soleado de mi isla. Él, seguramente, paredes. Si es que no habían tapado también sus ojos.
 Al llegar la hora, yo sentía el sol sobre mi cuerpo. Él, seguramente, el cañón de un arma sobre su cabeza. Y todo acabó.

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