Para mí, hombre aislado y humilde -aunque esté
siempre lanzando desde esta montaña un grito agrio- es un millonario como un
sueño sorprendente. Yo no he visto jamás un millonario. Un millonario es, para
mí, como el lejano dolmen funerario de un guerrero escandinavo o el profundo
secreto tumbal de una pirámide egipcia. Todo lo grande que yo alcanzo a ver del
mundo es el Atlántico y la punta afilada de mi anhelo rozando el polo. Lo demás
es la vida pintoresca que hace alto en este paraje. Vida bulliciosa y casi
barata. Hombres y mujeres, sin otro interés que el momentáneo y decorativo.
Al abrirse, pues, mis ojos ante un millonario
es como si sintiera la sensación de un mar sagrado que tuviera dentro del
espíritu, y que de pronto, por un prodigio profético, se separaran las ondas
para que cruzara silenciosa entre ellas una grave verdad...
Un millonario extranjero cruzó la isla hace
tiempo. Pero un extranjero no parece nunca un millonario. Un extranjero es sólo
extranjero, y como esto ya es una superioridad honorable, sobre todo en España,
no le hace falta descorrer el título. Por otro lado, el español que sea
millonario necesita acumular todo lo que es millonario para aplastar todo lo
que sea español. Sorprende, sin embargo, que haya un millonario español. Un
millonario así como los millonarios yanquis. Porque el señor Romanones, por
ejemplo, si es millonario, tanta es la fortuna castiza de su espíritu, que jamás
podrá completar su prestigio con la verdadera fortuna efectiva.
Para nosotros, un millonario español no pasa
de ser un hombre creado por el señor Linares Rivas, uno de esos personajes marqueses
con bastante dinero, que le solucionan y desenvuelven en el tibio escenario de
un teatro distinguido la trascendental vaciedad de sus comedias. Y el que por
casualidad es millonario en España no pasará nunca de tener el aire y el
afectado énfasis de uno de esos pobres cómicos racionistas que hacen en el breve
espacio de una noche el papel de conde ilustre o de senador, si no de Cid en sumocedad. A un español no le bastaría ser millonario; necesitaría no parecerlo.
Jinetes en las calles de Las Palmas de Gran Canaria (1915) (Foto de Tomás Gómez Bosch)
Yo acabo de ver un millonario español
legítimo. Este millonario se pasea por las calles de la ciudad donde vivo con
una luna limpia y llena engarzada en un anillo, que es el eslabón de una cadena
fantástica.
Este millonario español abre sus piernas y sus
brazos para caminar, como si el planeta fuera un cajón estrecho y él estuviera metido
dentro. A veces, parece que roza la suela de sus zapatos en los bordes del
azul, y que el azul suena como una campana de cristal...
Es un millonario del campo, pero un millonario
completo. Un hombre rudo, que tiene un duro juanete en su pie derecho como un
diamante sin pulir. Nació este hombre casi terrible bajo la sombra de una
higuera insular y huyó en su primera juventud a Cuba. Perdióse en el tumulto
colonial, bosque adentro y tierra adentro como un misterioso gnomo, y ahora
surge a los treinta años de huido, con una fortuna tan estrepitosa e hiriente,
que no se le ve la figura sino a través de una montaña luminosa.
Un brillante cubano, uno de esos brillantes
que crecen un poco todos los días, con la sutileza de una planta, lo cubre como
un escudo enorme, y en el brillante se quiebra el sol africano y se descomponen
todas las inútiles «haches» de la escritura, y el «haiga» inmortal de los
millonarios súbitos reluce con todos los colores del iris de un traje de dama
cubana. Un hombre que es un «haiga” constelado.
Lo vemos y decimos: He aquí un millonario
español, un verdadero millonario yanqui como Ford, como Rockefeller, como
Vanderbilt. Sin ribete en la levita y sin levita. Un hombre que es una firma sin
saber firmar. Como Pizarro, hace una cruz, y con tanta energía la imprime, que
es osado sonreír. En silencio cargamos después todos los afortunados con esta
cruz, tan simple y tan solitaria, bajo la fronda del pagaré como In de los
caminos perdidos que recuerdan la muerte...
Le duele la fortuna como una muela careada, le
pesa el dinero como un hastío provinciano o una arruga pensativa entre las cejas,
y llama a todos los amigos de ayer que con él se cubrieron de zaleas la áspera
escultura primitiva y les da un almuerzo de mil duros. Se sienta sobre sus
duros, como antaño en los pelados riscos de la isla. Mete la mano en las bolsas
de oro, como acaso revolvió el estiércol en su infancia: y tiene todo él como
un reúma de pesetas en la rodilla y una persistente ciática capitalista, cual
si el nervio fuera un billete de mil pesetas enrollado y húmedo.
¡Millonario español…! Pasa y se le ve que
lleva detrás un carro con las cajas de su fortuna, porque vuelve la cabeza cada
momento para mirarlas. Bolsillos gordos, manos con la huella de los montones de
plata, con esa oquedad de la piedra que el agua gasta ya lisa. Huesos de
relieve, retorcidos por sogas de oro y una boca brutalmente sensual y
entreabierta, como una caja que se le ha olvidado de cerrar después de un
arqueo.
Es español y es insulario. Pasa entre los ingleses
como un trasatlántico; entre los alemanes, como un cañón; entre los franceses,
como una ruleta hiperbólica, entre los sirios, como un dromedario que viene de Bassra con todo el oriente sobre la giba; y nosotros los pobres españoles, lo
vemos cruzar como el premio gordo de la lotería, que se vendió en Madrid o
Barcelona, y tocó en Venezuela...
GranCanaria [24-I-1921]
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