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jueves, 6 de enero de 2011

LA VIAJERA


 Yo tenía veintipocos años, e iba a la autoescuela. Para llegar tenía que coger una guagua. Y a veces me encontraba con ella...
 Aún hoy soy incapaz de estimar su edad. ¿34? ¿35? ¿40? ¿Acaso los 45 que tengo yo ahora?... ¿Acaso importa? Lo que importa es que pocas mujeres de mi vida me han  resultado tan hipnóticas. Y eso que hace ya casi dos décadas que no la recordaba. ¿Cómo puede un recuerdo fijarse de forma indeleble y aún así perderse, relegarse a sí mismo a la condición de fantasma? Como en una escena de película de terror, en la que un antiguo gramófono empieza a funcionar inexplicablemente, y deja oír una de esas románticas y viejas canciones de los años veinte o treinta, tras un silencio inmedible.
 Ella. Sin nombre. Sin voz. Nunca sabré estos secretos. Y quizás sea mejor así. Un recuerdo parecido, que no igual, me hizo aprender que ciertas preguntas ganan más sin respuestas. Ella, una forma con su propio “tic-tac” Intentar fijar una imagen así es pecaminoso e inútil. Como pretender conocer mejor la esencia del humo que se eleva desde una hoguera, tocándolo… Pero ya divago. ¡Concreta, Ildefonso!
 Cuando yo subía a la guagua, ella ya estaba allí. Y ahora me pregunto cuántas veces me pasó desapercibida. Y quiero creer que ninguna. ¿Cómo escapar a su melena oscura, negra como la oscurecida piedra sagrada de un culto perdido en la noche? ¿O a su rostro afilado, pero no en exceso? A su expresión, a su mirada observando un paisaje invisible para los demás. Una mirada ausente, pero que parecía la entrada a un lugar sólo hollado por ella. Parecía lejana, sin estarlo. Parecía triste, sin estarlo… Podría definirla mejor con mil palabras sueltas, todas justas y necesarias. Pero ni el lector ni la lectora lo agradecerían, ni yo quedaría satisfecho.
 ¡Vestía un traje azul! ¡Eso sí lo recuerdo, claramente! ¡Azul con unos pequeños estampados en blanco distribuidos por con alegría por la tela! ¡Cómo si fuesen felices viviendo en ella! ¡Y la hacía tan especial! Probablemente cualquier persona, de haber tenido que vestir su cuerpo por lo antes descrito, hubiese elegido algo más obscuro, de misteriosa elegancia. Y tal vez por eso mismo, me atraía más. Porque su traje, de minifalda plisada hasta casi un palmo de las rodillas, y de hombros totalmente descubiertos, únicamente obtenía auténtica gloria en ella.
 ¡Ah, Enigma! ¡Cómo te añoro ahora! Aún te veo. Veo tu mirada profunda, los tendones del tu cuello marcados, pero no mucho. Tus delgados brazos, como pintados a mano alzada, pero a la vez fuertes, aunque sin exceso. Tus muslos osados, firmes, marcándose como si hubieran sido fotografiados durante una paradójica danza estática. Y al levantarte para bajarte, mis ojos se anclaban a tus gemelos. ¡Jamás me habían atraídos unos gemelos hasta ese día! Y nunca me atrajeron otros hasta que me interesó la gimnasia rítmica. ¡Aunque nunca he visto a nadie realizar un baile sedente! ¡Y tú podías! Del mismo modo que dudo que alguien pueda transmitir un erotismo no intencionado como el tuyo. Desplegar sensaciones que sólo puedo comparar a momentos de mi juventud, en los que mi cuerpo saltaba inagotable, una y otra vez, con los músculos en constante tensión. O a esos segundos en que me desperezaba estirándome, con el mismo gozo que de niño. O cuando, ya adulto, mi pene estaba a punto de reventar en una mujer, o sentía en mi cuerpo enraizarse sus muslos, intentando eternizar la tensión de los momentos del estallido.
 ¿Qué fue de ti?


Las Palmas de Gran Canaria (5-1-2011)



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