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martes, 2 de febrero de 2010

"Insulario", de Alonso Quesada/En el solar atlántico-Los holandeses de cromo


 De pronto, una mañana la ciudad se despierta súbitamente. Abren las gentes sus balcones y ven que la ciudad está inundada de unos hombres altos, rojos, con cabellos de lino, como alemanes, pero más finos y mejor torneados. Bandadas de hombres, vestidos de blanco, con unos sombreros de segadores y una mujercitas diminutas, desteñidas, cruzan las calles. Alegres, nostálgicos de vino, tan rojos como la corteza de sus quesos redondos, invaden las tabernas del muelle, que estaban solitarias y tristes, cual si durmieran individualmente una borrachera de muchedumbre. Las tabernas se bebían sus propios vinos, frente al mar, que no les traía ya sus amigos de otras tierras... Las tabernas olorosas tenían las puertas entornadas, y eran como unas sonrisas de beodos, tumbados al sol. Pero los holandeses, estos muchachos de la "Holanda de cromo" han requerido de amores a las tabernas y las tabernas han vuelto a contonearse como las solteronas mustias que aguardan al Príncipe. Los holandeses han abierto sus bocas secas y han trasegado, bajo el fuego del sol atlántico, la ansiada ginebra. La ginebra holandesa, laborada en mitad de un arenal africano, por unos hombres lentos y parsimoniosos, morenos y nostálgicos, como moros distinguidos. Mas los marineros han bebido la ginebra. Voluptuosos y joviales han juntado sus labios a los bordes del cristal y sus ojos han sonreído animosos. La ginebra no es muy ginebra, habrán pensado, pero ella vendrá a ser como un pabellón nacional en el vientre.


Antigua Botella De Ginebra De Cerámica Origen Holanda

 Vienen en un convoy, que protege un crucero tan antiguo como un miriñaque. Son mil quinientos holandeses. La mitad, militares. Todos van a Batavia, la capital de Java, a una tierra de lujuriosa vegetación, cálida y húmeda, que se tragará el rojo de los rostros, y emblanquecerá más el claro lino de los cabellos.


Dibujo de la ciudad de Batavia, aproximadamente en 1740, por John Van Rayne (1712-1760)

Los holandeses, alegres, como niños, hasta los más viejos, sonríen y beben; y las mujercitas, que llevan unos cupidos de carne en los brazos, como si fueran hijos, todos, de la reina Guillermina, arrasan las tiendas de los indios y se llevan las sedas, y los cofres de marfil y los tapices de colores... La ciudad está contenta con sus holandeses. Ha sido como glorioso sábado de resurrección.


La reina Guillermina de Holanda

 No ha sido posible nunca, como en los actuales instantes, apreciar la llegada de estos antiguos amigos; la grandeza que se nos ha escapado de las manos, nunca, como hasta ahora, abandonados y solos, pudimos estimar lo que el turismo representa para Canarias. Este áureo caudal que nos han hecho perder los piratas y que tarde recuperaremos. Esta nota alegre de cosmopolitismo, estaba ya casi desvanecida en nuestra memoria. Ante la llegada, inesperada y luminosa, de los holandeses, hemos sentido otra vez, aquellas sensaciones infantiles, cuando mirábamos absortos, las caravanas de extranjeros, en cuyos rostros se reflejaba una amplia visión espiritual que dejaban en la ciudad una larga estela de ideales civilizados al recio ambiente de otro mundo más puro.
 Los holandeses nos han acompañado tres días.
 Se han llevado la ciudad entera, y nos han dejado, en la turbia luz de estas nubes vagorosas y grises, un resplandor de sol violento que persiste todavía.
 Una tarde hubo sol, y las cabezas de estos hombres brillaron como monedas de oro. Por las calles de la ciudad, desfilaron cantando, con ese oído tan peculiar en los marineros, canciones sin ritmo, que parecen venir truncadas de mares remotos. Entre ellos, llegaron también hombres morenos, clarísimos tipos vascos que acaso serán de la vieja huella española. Eran unos ojos españoles, y los labios, cuando se movían para hablar, tenían un leve temblor latino, romántico y sonoro, de raza amiga de la peroración y el requiebro.
 Todos nos han cubierto de esperanzas. La alegría extranjera se clavó en los corazones insulares y al partir, les hemos despedido con un saludo sentimental, de pañuelos blancos, que eran como unas banderitas de paz, o como un llamamiento de náufragos en alta mar, salvados en una tabla.
 Pero los niños, los niños holandeses no tenían ya las caras tristes de aquellos otros niños hermanos que volvían un día de las cercanías de un naufragio, cuando cruzaban, con sus madres pensativas las calles de la ciudad, apretando fuertemente sus manos, sin mirar los escaparates, y con un fulgor de lágrimas en los ojos. Los niños se preguntaban entonces, por qué las manos que los guiaban se estremecían constantemente, y por qué los ojos azules se hundían, con una mirada calenturienta y rápida, sobre los cuerpecitos infantiles. Hoy corren y gritan. Llevan un viejo amigo de hierro que los cuida, una niñera muy seria y fea, que no se distrae porque nadie se acercará a ella, ni cariñoso ni ladino.
 Y nos dejan, al cruzar, tan saludables y curiosos, la lejana visión de la pacífica y celeste tierra, que Eduardo Marquina llamó tan puramente, "sana alquería de Europa".


 Las Palmas [4-IX-1918]

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