Yo acabo de
hacerme un pequeño homenaje en mi país. Mi país es una mesa de escritorio. Los
habitantes de mi país son dos: yo y la mujer que me acompaña: mi mujer. Un país
de dos almas.
Mi país tiene un tintero grande de Talavera
-el Gobierno Civil-y una cordillera de diccionario. Uno francés, otro inglés, otro
italiano; más uno, pequeñito y dulce, portugués, para leer a los elegíacos de
ese lugar amable y triste. (Son los intérpretes de la colonia extranjera.) Hay
también un libro grande y viejo -el monumento- que no hace falta nombrarlo,
porque es el Quijote sabio: Y otro libro grande: don Francisco de Quevedo. Y
otros dos libros líricos -las fuentes del parque de mi país: Juan Ramón Jiménezy Antonio Machado... Y sobre una caja de sándalo, otro libro labrado y
silencioso, que se llama "El abuelo del rey". Lejos, un busto de TomásMorales, que talló don Victorio Macho, porque este poeta frondoso y viril fue
mi gran amigo. Después, una cuartilla en blanco -el lago- y una lámpara, la lámpara
de este país, una luna roja y a la mano de sus habitantes que la llevan y la
traen alegremente.
Este país es libre y descreído. No tiene templos,
ni sociedades hispano-americanas, ni campos de foot-ball. Ni turismo. De vez en
vez lo visita algún ilustre huésped. El último personaje que llegó a este país
fue don Jacinto Grau, el dramaturgo simpático, sugestivo y hablador Ingenio que
cogió sus propios libros colocados en la espléndida frontera del país y los leyó sonoramente a la luz de la luna roja.
El país lo cierra una inmensa frontera internacional,
que el habitante macho del país ha escogido escrupulosamente. Lejos se ve la
frontera de esos libros disciplinados e indiferentes, tenaces, casi testarudos,
que no cambian, que no declinan jamás. Maravillosa turba silenciosa que brilla
bajo la mirada infinita de un hombre reflejo de la luna su maravilloso perfil brahmánico...
País dulcemente ignorado, yo viví en él muchos
años: he luchado dolorosos días y al fin he logrado tener en él un nombre ilustre.
Yo soy el hombre más sobresaliente de este país, y la mujer que me acompaña, el
razonable pueblo que me lee y que me ovaciona.
A este país sólo vienen noticias que son
necesarias traducir con ayuda de los diccionarios intérpretes. Nada más se
sabe, sino es un gesto yanqui o un desnudo grito irlandés, entre las rimadas vibraciones
estéticas del mundo europeo. País que va a la muerte de un modo sutil, como el
vapor de un perfume... Pero hoy, por raro capricho de un sombrero de paja, hemos
sabido nuevas y graciosas consideraciones de otro país que habíamos amado mucho
al través de sus historias: España. Decimos por el raro capricho de un sombrero
de paja porque, al comprar uno el habitante hombre del país, le fue envuelto en
un periódico castellano, que leímos, en ese espacio de tiempo perdido que es
igual en todos los países del mundo.
Muchos días precisaron pasar para comprender
aquellas extrañas cosas que el arrugado periódico decía. Supimos en un lugar
que había hambre y en otro lugar que había banquetes diarios. Contradictoria
costumbre que un inglés asiduo visitador de mi país aclaró humorísticamente. "¡Oh,
no es extraño! El más claro síntoma de esa hambre hispana es ese de estar dando
de comer gratis a las gentes todos los días".
El periódico traía sendas columnas de
homenajes celebrados, homenajes por cualquier cosa, hasta por mejorar de salud
un estudiante. Nosotros tardamos mucho en comprender esta cosa que en España se
llama homenaje, y que parece que es comer entre gente mal educada merluza a la mayonesa y beber café "nir". Bajo el silencio de una luna roja no es
posible entender más que los violentos gritos de Nietzsche y el perfilado
horizonte sereno de Goethe. Así entre estas dos estaciones decisivas pasa el
año en el país de la luna roja: lento, con una lentitud cómoda y sonriente: las
almas de cara siempre a un panorama lleno de seriedades y de decencia
espiritual.
Inglaterra pasa, bajo la luna sangrienta, pasa
y se detiene curiosa, dejando el grato perfume de su humor, ese perfume de
horas del té, confortable y policromado, con policromía de cretonas y laxitud
de cojines plumosos; Francia pasa también un poco desconocida y moderna, sin
trompetas victorhuguescas ni versos de Rostand, esos versos planchados,
estirados, que se parecen a las corbatas de plastrom, con una invisible perla
en el cruce... Algunos portugueses, los que siempre ven morir el sol... Todo
esto va pasando por el país pequeño de los dos habitantes, entre alguno que otro
trágico salto ruso, que hace temblar el silencio de la mesa y replegarse bajo
el sándalo del cobre la dulzura levantina de "El abuelo del rey"...
Pero hoy, los habitantes del país de la luna
roja, al leer el periódico que trajo el sombrero, han sentido el raro e infantil
impulso de imitar un homenaje español, un homenaje que tenga todos los
caracteres de un exótico hispanoamericanismo enchisterado y consular.
¡Oh! Cómo era curioso leer que un ministro
-señor de estopa mediana- había sido homenajeado, y ese insecto imbécil que se le
escapó a Fabre y que se llama cupletista española, también había sido
homenajeada, y el toreril bicho de las nalgas de porcelana da unos brincos de
homenaje, y todo es homenaje y gloria y grandeza gratis. Y bastará hasta un
nombramiento de municipal para el jaleo de tanta consideración cómica... Y los
habitantes dijeron: ¿Cómo será eso? ¿Vamos a hacer nosotros uno a ver cómo
resulta...?
Rabindranath sonreía y su gorro de terciopelo
se arrugaba como una frente; crujieron en las fronteras los armarlos y el pequeño
mundo internacional asomó luminoso el lomo encuadernado... El país y sus
colonias estaban de acuerdo.
El hombre más ilustre entonces cogió todos los
lazos de los portiers cercanos y los estrechó simbólicamente sobre la mesa y
bajo la luna. Pero en el instante más culminante del homenaje se echó de ver la
falta de un cónsul: el cónsul imprescindible... Y buscase en las fronteras y el
más cercano fue Stendhal. Ese ilustre hombre gordo, y enamorado, que tenía cara
de abadesa cuarentona, se prestó solícito, por buen humor y porque Rubén Darío
ocupábase en buscar premios, lo ubérrimo de las almas, ínclitas...
Y cuando sonó la música -un pasodoble de
Chueca tarareado, que Dostoyesky oyó a carcajadas-, el dulce y rubio pueblo de este
país se levantó gentilmente y le ofreció al hombre ilustre homenajeado por sí
mismo un banquete delicioso y nacional: su almuerzo: un cocido...
Porque, ¡ay!, en este pequeño y libre país
civilizado de la luna roja no ha podido pasarse todavía del cocido y, a pesar
de su Inglaterra perenne, no ha logrado hacerse aún ni una paráfrasis siquiera
del suculento bistec imperial...
Lo único retrógrado de este país...
Las Palmas,
octubre [23-X-1921]
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