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domingo, 14 de abril de 2013

"Insulario", de Alonso Quesada/ Desde Canarias-La imaginación del viajante.



Salinas de "El Confital"(1934, 14 años después de los hechos narrados),-Fotografía de Fernando Pérez Melián


 Dos señoritas inglesas, dos señoritas de cuarenta años, pasajeras de un vapor de turistas, se internaron una tarde por un lugar de la isla llamado “Las Salinas”, al pie de la montaña del puerto. Al anochecer, regresó una solamente. La otra se había quedado bañándose en el mar. Era nadadora, una campeona magnífica.
 La compañera aguardó en un merendero de la playa, contando proezas de los bañista, y al ver que las horas corrían sin que la bañista apareciera se torna a bordo porque el vapor zarpaba la misma noche.
 Más tarde, con el amanecer, volvieron otros pasajeros en busca de la perdida. Cruzaron la obscura vereda con una linterna, rebuscaron entre las peñas, al borde del mar, entre las matas de la montaña. La nadadora no aparecía. Y como fue demasiado el tiempo de la busca y el barco no podía aguardar más, dejaron el humano deseo de hallarla y volvierónse todos tranquilos a su vapor. No podía ocurrir nada. Desesperarse es cosa propia de razas decadentes. La señorita nadadora, por otro lado, excesivamente excéntrica, pudo muy bien ocurrírsele regresar a nado a Inglaterra. ¡Y llegaría! Era un primer premio de natación en Londres.
 Pero como este silencioso espectáculo de la busca lo presenciaron algunos españoles, la inquietud folletinesca tomó asiento en el alma popular. Y un viajante catalán, un viajero inefable, inventó un crimen.
 Nosotros, por nuestro natural áspero, laborioso, valiente y un poco tenaz, tenemos una profunda admiración por toda Cataluña. Desde el idioma hasta otras cosas que no podamos decir claramente. Pero hay tres cosas catalanas que siempre nos dejan estupefactos: el perfume que tiene a toda hora un olor barato, los densos balcones de las casas modernas y el viajante. Ese viajante que tiene una imaginación de punto y una espiritualidad de pana. El amable lector catalán, para quien guardo yo por muchas cosas todos mis respetos, sabrá disimular la brusca sinceridad con que he decidido portarme este día. Sigamos. Un comisionista catalán ha inventado un crimen desde el merendero. El comisionista se llama Norbillat.
 Norbillat ha dicho: “La inglesa que regresó es una asesina. Hay una razón de celos. Estas dos mujeres, si como dicen eran tan amigas, debieron amar a un mismo hombre. Y una, la más osada, la más valerosa, trajo engañada a la otra. Ya sabemos que estas inglesas son unas extravagantes y no es extraño que se les ocurriera irse a bañar a un lugar donde no se baña nadie. Pues bien. Fueron, y la más fuerte aprovechó la soledad de del mar y de las rocas para degollar a su amiga. Luego la empujó hacia el mar y ya verán ustedes como mañana el mar la arrojará a la playa. Ya verán ustedes.”
 Y el señor Norbillat calló y contempló a su auditorio. Pero el auditorio no podía creer en este crimen. Y objetó a Norbillat. Y entonces Norbillat siempre sin perder el ambiente trágico de su relación, hizo otra más probable:
 “O bien se bañaron juntas y una se hizo la inexperta en el agua y mientras la otra quería salvarla la fue hundiendo en el mar para que nadie pudiera pensar en degüello alguno. Ya sabemos que la inglesa dijo aquí hace un momento que al advertir a su amiga que era tarde para bañarse la amiga insistió tenaz y ella entonces volvióse a la playa a esperarla. No hay duda de que se trata de un crimen. Yo creo que es un crimen concebido en pleno Londres y venido a ejecutar –para mayor seguridad de justicia- en España. Hay un crimen. Pero no se hallará la pista. En Barcelona –añadió Norbillat- se hubiera descubierto el asesino en seguida.”

Bañistas en Las Canteras(1910-1920)- Fotografía de Tomás Gómez Bosch

 Pero nada pudo saberse aquella noche a pesar de las sospechas de Norbillat. A la siguiente mañana lo pobre inglesa fue hallada muerta en la playa de “Las Salinas”. Vestida de baño y apretándose las sienes con una media revuelta. ¿Fue un crimen? Norbillat volvió al merendero apenas tuvo noticia del hallazgo. “¿Tenía yo razón?” Y al saber lo de la media su irreflexivo espíritu de viajante se conmovió. Corrió a  “Las Salinas” y ante el cadáver ya cubierto con mantas, estuvo acariciando entre el pulgar y el índice de su mano derecha el tejido de la media macabra.
 ¡Era un crimen! Norbillat propagó su teoría con la reiteración genuina de su oficio. Y el pueblo entero, que tiene una imaginación rudimentaria, amplió la teoría del catalán dichoso. Era un crimen terrible. Degollada tres veces. La inglesa era rica, además. Los anillos –diez anillos de diamantes, uno en cada dedo-, habían desaparecido; el collar- un collar de perlas de Oriente- no apareció tampoco. Las medias eran, según Norbillat, de hilo de Escocia, y según el pueblo después, de seda de la China.
 La otra inglesa fue una criminal empedernida. Era preciso telegrafiar a la Madera para que la detuvieran allí. Expectación de una semana. Norbillat proponía el relato de su invento con la terca porfía con que vende sus kakis de lana. ¡Y las inglesas eran unas pobres pasajeras de segunda clase con unas tristes figuras de misses Harriets lamentables!
 Han pasado los días. Y la inglesa viva está encerrada en un calabozo. La muerta se baña ahora en el sereno Aqueronte, sin esperanza de campeonato. Y en la playa de “Las Salinas” ha quedado  el recuerdo de una vieja mujer desnuda que intenta contener la hemorragia de un golpe en la frente, con una media de algodón. ¡Aquella hemorragia  que la hizo vaciar y hundirse en un hoyo, desmayada, para que el mar de la noche la fuera cubriendo de agua y la dejara abierta al subterráneo de la otra vida, sin turismo y sin amistades de litera! Cuando el mar volvió a bajar por la mañana, la pobre inglesa fue el espectáculo frío y curioso de unos salineros aburridos y unos pescadores, después de haber sido llama creadora en la cabeza apetitosa de Norbillat.
 Nada ha podido ni podrá saberse del crimen. En realidad, como aquí los crímenes no conmueven mucho, nadie ha dado importancia a los cuarenta años truncados de la inglesa. Sólo Norbillat insiste en su proposición y la defiende con una tenacidad sindicalista.
 Este Norbillat es nuestro amigo. La isla es como suya y las primaveras atlánticas son suyas. El las hace, como la flora impresa del pañuelo de seda, y cuando no trae jabones de afrecho trae calcetines mudéjares. Es todo un hombre. Gordo y barbudo, con una cadena sobre la comba de su vientre, parece que guarda allí su modesta imaginación de viajante. Ha pensado ahora su crimen y se ven en la relación el mismo cañamazo de sus oraciones mercantiles, la pauta de sus alegatos comerciales. Norbillat parece como que ha colocado en toda la plaza la historia de su británico folletín.
 Y aunque ya nadie se acuerda de la triste viajera y casi estamos todos conformes en que se murió sola, Norbillat sonríe, como en la posesión de un secreto terrible y nos dice, solemne:
 -A mí nadie me quita de la cabeza que se trata de un crimen.
 Y como el crimen nació en su cabeza, y su cabeza es un formidable baúl de muestras, uno de esos baúles de irrompibles cerraduras, nadie le puede quitar a Norbillat de su cabeza, el crimen…
 [3-IX-1920]

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