Salinas de "El Confital"(1934, 14 años después de los hechos narrados),-Fotografía de Fernando Pérez Melián
Dos señoritas inglesas, dos señoritas de
cuarenta años, pasajeras de un vapor de turistas, se internaron una tarde por
un lugar de la isla llamado “Las Salinas”, al pie de la montaña del puerto. Al
anochecer, regresó una solamente. La otra se había quedado bañándose en el mar.
Era nadadora, una campeona magnífica.
La compañera aguardó en un merendero de la
playa, contando proezas de los bañista, y al ver que las horas corrían sin que
la bañista apareciera se torna a bordo porque el vapor zarpaba la misma noche.
Más tarde, con el amanecer, volvieron otros
pasajeros en busca de la perdida. Cruzaron la obscura vereda con una linterna,
rebuscaron entre las peñas, al borde del mar, entre las matas de la montaña. La
nadadora no aparecía. Y como fue demasiado el tiempo de la busca y el barco no
podía aguardar más, dejaron el humano deseo de hallarla y volvierónse todos
tranquilos a su vapor. No podía ocurrir nada. Desesperarse es cosa propia de
razas decadentes. La señorita nadadora, por otro lado, excesivamente
excéntrica, pudo muy bien ocurrírsele regresar a nado a Inglaterra. ¡Y
llegaría! Era un primer premio de natación en Londres.
Pero como este silencioso espectáculo de la
busca lo presenciaron algunos españoles, la inquietud folletinesca tomó asiento
en el alma popular. Y un viajante catalán, un viajero inefable, inventó un
crimen.
Nosotros, por nuestro natural áspero,
laborioso, valiente y un poco tenaz, tenemos una profunda admiración por toda
Cataluña. Desde el idioma hasta otras cosas que no podamos decir claramente.
Pero hay tres cosas catalanas que siempre nos dejan estupefactos: el perfume
que tiene a toda hora un olor barato, los densos balcones de las casas modernas
y el viajante. Ese viajante que tiene una imaginación de punto y una
espiritualidad de pana. El amable lector catalán, para quien guardo yo por
muchas cosas todos mis respetos, sabrá disimular la brusca sinceridad con que
he decidido portarme este día. Sigamos. Un comisionista catalán ha inventado un
crimen desde el merendero. El comisionista se llama Norbillat.
Norbillat ha dicho: “La inglesa que regresó es
una asesina. Hay una razón de celos. Estas dos mujeres, si como dicen eran tan
amigas, debieron amar a un mismo hombre. Y una, la más osada, la más valerosa,
trajo engañada a la otra. Ya sabemos que estas inglesas son unas extravagantes
y no es extraño que se les ocurriera irse a bañar a un lugar donde no se baña
nadie. Pues bien. Fueron, y la más fuerte aprovechó la soledad de del mar y de
las rocas para degollar a su amiga. Luego la empujó hacia el mar y ya verán
ustedes como mañana el mar la arrojará a la playa. Ya verán ustedes.”
Y el señor Norbillat calló y contempló a su
auditorio. Pero el auditorio no podía creer en este crimen. Y objetó a
Norbillat. Y entonces Norbillat siempre sin perder el ambiente trágico de su
relación, hizo otra más probable:
“O bien se bañaron juntas y una se hizo la
inexperta en el agua y mientras la otra quería salvarla la fue hundiendo en el
mar para que nadie pudiera pensar en degüello alguno. Ya sabemos que la inglesa
dijo aquí hace un momento que al advertir a su amiga que era tarde para bañarse
la amiga insistió tenaz y ella entonces volvióse a la playa a esperarla. No hay
duda de que se trata de un crimen. Yo creo que es un crimen concebido en pleno
Londres y venido a ejecutar –para mayor seguridad de justicia- en España. Hay
un crimen. Pero no se hallará la pista. En Barcelona –añadió Norbillat- se
hubiera descubierto el asesino en seguida.”
Bañistas en Las Canteras(1910-1920)- Fotografía de Tomás Gómez Bosch
Pero nada pudo saberse aquella noche a pesar
de las sospechas de Norbillat. A la siguiente mañana lo pobre inglesa fue
hallada muerta en la playa de “Las Salinas”. Vestida de baño y apretándose las
sienes con una media revuelta. ¿Fue un crimen? Norbillat volvió al merendero
apenas tuvo noticia del hallazgo. “¿Tenía yo razón?” Y al saber lo de la media
su irreflexivo espíritu de viajante se conmovió. Corrió a “Las Salinas” y ante el cadáver ya cubierto
con mantas, estuvo acariciando entre el pulgar y el índice de su mano derecha
el tejido de la media macabra.
¡Era un crimen! Norbillat propagó su teoría
con la reiteración genuina de su oficio. Y el pueblo entero, que tiene una
imaginación rudimentaria, amplió la teoría del catalán dichoso. Era un crimen
terrible. Degollada tres veces. La inglesa era rica, además. Los anillos –diez
anillos de diamantes, uno en cada dedo-, habían desaparecido; el collar- un
collar de perlas de Oriente- no apareció tampoco. Las medias eran, según
Norbillat, de hilo de Escocia, y según el pueblo después, de seda de la China.
La otra inglesa fue una criminal empedernida.
Era preciso telegrafiar a la Madera para que la detuvieran allí. Expectación de
una semana. Norbillat proponía el relato de su invento con la terca porfía con
que vende sus kakis de lana. ¡Y las inglesas eran unas pobres pasajeras de
segunda clase con unas tristes figuras de misses Harriets lamentables!
Han pasado los días. Y la inglesa viva está
encerrada en un calabozo. La muerta se baña ahora en el sereno Aqueronte, sin
esperanza de campeonato. Y en la playa de “Las Salinas” ha quedado el recuerdo de una vieja mujer desnuda que
intenta contener la hemorragia de un golpe en la frente, con una media de
algodón. ¡Aquella hemorragia que la hizo
vaciar y hundirse en un hoyo, desmayada, para que el mar de la noche la fuera
cubriendo de agua y la dejara abierta al subterráneo de la otra vida, sin
turismo y sin amistades de litera! Cuando el mar volvió a bajar por la mañana,
la pobre inglesa fue el espectáculo frío y curioso de unos salineros aburridos
y unos pescadores, después de haber sido llama creadora en la cabeza apetitosa
de Norbillat.
Nada ha podido ni podrá saberse del crimen. En
realidad, como aquí los crímenes no conmueven mucho, nadie ha dado importancia
a los cuarenta años truncados de la inglesa. Sólo Norbillat insiste en su
proposición y la defiende con una tenacidad sindicalista.
Este Norbillat es nuestro amigo. La isla es
como suya y las primaveras atlánticas son suyas. El las hace, como la flora
impresa del pañuelo de seda, y cuando no trae jabones de afrecho trae
calcetines mudéjares. Es todo un hombre. Gordo y barbudo, con una cadena sobre
la comba de su vientre, parece que guarda allí su modesta imaginación de
viajante. Ha pensado ahora su crimen y se ven en la relación el mismo cañamazo
de sus oraciones mercantiles, la pauta de sus alegatos comerciales. Norbillat
parece como que ha colocado en toda la plaza la historia de su británico
folletín.
Y aunque ya nadie se acuerda de la triste
viajera y casi estamos todos conformes en que se murió sola, Norbillat sonríe,
como en la posesión de un secreto terrible y nos dice, solemne:
-A mí nadie me quita de la cabeza que se trata
de un crimen.
Y como el crimen nació en su cabeza, y su
cabeza es un formidable baúl de muestras, uno de esos baúles de irrompibles
cerraduras, nadie le puede quitar a Norbillat de su cabeza, el crimen…
[3-IX-1920]
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