Puerto de la Luz (1920-1925), por Joaquín González Espinosa
¿Tiene alguna importancia literaria un barco americano cargado de petróleo que se incendia en un puerto...? No hay en este caso lo que llaman desgracias personales que lamentar. El motivo sentimental de la familia que queda en la miseria o los jóvenes en la plenitud de la vida que se malogran, no tiene tampoco razón de ser en el suceso de hoy. El único desgraciado ha sido el barco que se ha convertido en cenizas. Pero no hay duda que puede ser un motivo literario. Si estamos en la ventana de nuestro estudio, en la ventana que da sobre el mar y el mar es un mar sereno, limpio, bonito, uno de esos mediocres mares de Martínez Abades, el alma puede encontrarse propicia para cualquier suceso inesperado que trunque la visión de este mar. Y el suceso es un estampido enorme que nadie sabe de dónde salió y un humo negro, humo del infierno, que surge del fondo del mar en bonanza.
¿Qué ocurre? ¿Por qué este país de las manzanas de oro, paraíso de las Hespérides, todo línea perfecta, manso, clarísimo -unas rocas perezosas tumbadas sobre las aguas en una siesta eterna, acariciadas de sol moro-, cambia bruscamente cada día? ¿Por qué hoy es una tormenta desconocida y mañana un barco cargado de petróleo que estalla y se incendia como en Nueva York, como en Marsella?
Todo esto ha venido después de la guerra. No es más que civilización. El isleño necesita mundalizarse también. Antes, cuando vivió el señor León y Castillo, cacique de Gran Canaria, no ocurrían estas cosas terribles. El señor León y Castillo tenía interés personal y diplomático en que los insulares permanecieran mansos. Y no había catástrofes para que el isleño no hiciera tropos revolucionarios ni se enterara de que en la naturaleza existía también algún otro señor León y Castillo contra el cual emprenderla de vez en cuando. Cadáver de embajador ya no hay en la isla caciques tan decididos que tengan tales empeños reaccionarios. Y a medida que las cosas naturales se nos acercan, el alma insular va dando sus vueltas con cierta intelectual energía. Por eso hemos permanecido incólumes de emoción ante el barco americano que se incendia. El viejo barco también arroja humo impertérrito, ante los insulares asimismo estoicos. ¿Qué importa? ¿No estaba asegurado? Es que puede ser también el humo de una pipa inmensa. Acaso la pipa de Neptuno que acaba de hacer el recuento de los barcos españoles hundidos y descansa de la tarea como un negociante gentleman de Covent Garden.
Tres días de humo, después de tres días de arena africana. Quizás haya interesado más el relevo de señor Milans.
Lo lamentable es que aquí no haya yankees. Un barco yankee que se incendia sin compatriotas que lo contemplen, es como morir en la cama de un hospital ante unas monjas de hielo. Los amigos ingleses, por afinidad, pudieran conmoverse; pero como de costumbre, la dulcísima colonia se incomoda porque nada genuinamente inglés ha ocurrido aquí después de la guerra. Cosas francesas, cosas alemanas, algunas turcas, nada más. Pero el inglés muy poco. Un noruego nos trajo a su extraña mujer para que tuviéramos una aproximación boreal; Francia nos manda un avión; Inglaterra sólo heridos, hombres secretos que no tienen teatralidad ninguna. Heridos íntimos para verlos en familia o entre conocidos, heroicidades de álbums. No es posible un éxito rotundo con ellos: El barco americano, en cambio, incendiándose tan sinceramente sobre el Atlántico, tiene un tono orquestal arrogante y magnífico. Es como si sólo los barcos yankees se pudieran incendiar así. Y es claro. Un barco español ardería en un mes; hoy un palo, mañana otro. Un barco francés hubiera hecho unas cuantas piruetas de humo sobre el cielo y el mar hubiese levantado una graciosa espuma en derredor. Una barco inglés ardería como una operación de contabilidad. Un incendio tirado a raya, sin error, justo de suma. El yankee, arde grandiosamente y no mata a nadie. El capitán y los marineros dan un salto en el aire y se apagan las tropas incendiadas dándose un chapuzón en la bahía.
Espectáculos civilizadores, visiones cotidianas de otros puertos y de otros países. Los muelles extranjerizados otra vez, aromados con los distintos humos de todos los tabacos del mundo. Caras rojas, caras negras, caras tostadas por otros soles. Ojos clarísimos, acuáticos, cabellos de lino dorados por el anémico sol del Norte. Algarabía de lenguas, exclamaciones marineras en todos los idiomas. Y más dentro, en la ciudad, la vida provinciana de los hombres coloniales con los mismos vicios, las mismas vanidades de los indígenas. El mundo se nos acerca cada vez más. Este incendio del barco petrolero es un síntoma.
Pero el inglés que se sentía único en la isla, se oculta un poco rencoroso en los hoteles, al comprender que ya no puede tanto, que hay un yankee que envía sus barcos para que hagan explosión en este puerto y hay un noruego que manda con sus fósforos, sus maderas y su papel, sus mujeres esmeriladas y exóticas.
Hay algo más interesante en el mundo que la patria de Mr. Wood... Mr. Wood dice que no. Pero en este mismo momento, sin que el humo de la barca americana se haya disipado todavía, acercándose está al puerto un crucero guerrero japonés.
Febrero de 1920[4-III-1920]
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