No recuerdo su nombre, pero podemos llamarle John Silver, “El Bajo”. “Bajo”, porque no mediría más de un metro sesenta y algo, según recuerdo, pese a lo cual su imagen era tan imponente, como la del John Silver, “El Largo”, de “La Isla del Tesoro”.
Un parche de tela negro cruzaba su cabeza casi calva, tapaba su ojo izquierdo y volvía a perderse por la parte posterior. Llevaba una perilla corta y bien definida, probablemente teñida. Bajo esta, una cara serena a la vez que firme, y tan regordeta como ancho el cuello y orondo el cuerpo. Poseía una fuerza que se adivinaba claramente en su imagen. Si le hubieran conocido, como yo, les sería igual de sencillo recrear mentalmente las imágenes de su vida en la mar, tal y como él las narró. Verían, como aún puedo ver con claridad, a John Silver, “El Bajo”, cocinando para un grupo de compañeros amantes de la navegación nocturna y temerosos de los guardacostas por todo el mediterráneo, en un barco de “medio calado”. Navío y tripulación eran seres de la noche, parte de la noche misma, fondeando siempre en playas íntimas, donde el alcohol y el tabaco se esperaban con avidez.
Pero nuestro John no navegó siempre en la oscuridad. Otros buques vieron su cuerpo decidido y su talante resuelto recorrer sus cubiertas en los más diversos trabajos legales. Hasta que el tiempo pasó y su arboladura, pañoles y jarcias se dañaron. Tanto, que sus amuras perdieron vigor y embarrancó en el viejo hospital. Fue allí donde nuestros caminos se cruzaron. Y me encontré con un hombre tan sabio como amable, tan joven como viejo. Un hombre con un tumor en el cerebro.
-Seis meses de vida- me repitió con frecuencia, durante nuestros primeros días juntos- Si pudiera ser un año. Con un año me conformaría, aún podría arreglar algunas cosas.
Al oírle repetir su queja, y falto de conocimientos de psicología, me empeñaba en animarle a concentrarse en lo que podía hacer, y no en lo irrealizable. Torpes palabras, oídos abiertos y alientos osados y mal elegidos. Casi de niño, contemplando la agonía de un coloso. Y pese a ello, quiero pensar que fue en parte gracias a mí que tuvo lugar en “El Bajo” el cambio de actitud más radical que he visto en un hombre. Aunque, pensándolo ahora, mientras escribo, ¿quién, salvo alguien como él, podía virar así su rumbo ante la corriente adversa?
El marino me había comentado que los médicos le habían avisado que probablemente iría perdiendo visión hasta quedarse ciego. Y aún así, ante tal inevitable destino, este magnifico personaje se impuso un cambio drástico en su mentalidad. Una tarde, cuando pasé a saludarle, me lo encontré sentado en la cama, dispuesto a levantarse para caminar por el pasillo de la planta. Pero brillaba en su semblante una luz viva, algo así como un faro en la niebla. Me preguntó si podría sacar tiempo ese día para pasear y charlar. Asentí. Y lo cierto es que, con lo ajetreado que estaba mi trabajo por entonces, no sé de donde salió el tiempo necesario ¿Quién sabe si, más bien, aquél hombre tenía el poder de imponer su presencia incluso sobre el curso de las manecillas del reloj?
Ojalá pudiera recordar cada palabra que me dijo. Pero con el tiempo la memoria de ciertos hechos y circunstancias nos dejan una verdad que se destila desde un pequeño escanciador del cerebro. Y una sola gota de esta es más cierta que mil enciclopedias.
De mis recuerdos, uno de los más vivos es el respeto que el viejo navegante declaraba por todos de quienes hablábamos, incluso de los enemigos. John se había especializado en aprender de aquellos con quienes se tropezaba en la vida. Y dicha costumbre, ejemplo de civilización, se mantenía incluso conmigo, que no hacía más que llenarme de él con tanto ímpetu como un sediento en pozo ajeno. Tal vez, si me atrevo a aceptar tal idea, yo fui en aquella época de terror y careo con la muerte, una de sus formas de dejar detrás de sí un legado, de sentir que aportaba algo bueno a una generación posterior. Su oportunidad de dar frutos. Si bien no dudo que tuvo que marcar, para bien, vidas en las que igual ni pensó mientras vivió.
Era increíble, indescriptible, caminar junto a él. Resucitado, por su propia voluntad, de su muerte interior y a la espera de la externa, me doy cuenta ahora de que durante su estancia en la clínica a partir de aquélla mañana su proceder fue similar al de ciertas estrellas agonizantes: según se encogen y colapsan, emiten la descarga de energía y luz más maravillosa que cualquier ser humano pueda admirar.
Bajo la tutoría de quien me llamó “amigo”, capté, con la visión clara, que nada humano o material carecía de fuerza, de historia, de belleza. El viejo mármol del suelo, la pintura de las paredes, sus desconchones, el tacto de la madera, la textura de los penosos pijamas de hospital, las maquinarias y sus ruidos, lo graso y lo seco…; todo, absolutamente todo, era redimido por su enfoque. De su historial de viajes y anécdotas, de su perspectiva, nacían observaciones que me hicieron entender nuevos patrones de medidas, ver en la grieta de la piedra la evolución de la Tierra desde el magma a la montaña, desde la montaña a la cantera, desde la cantera al hombre y, finalmente, desde el hombre a las baldosas que pisaba. Y ver que ahí no estaba el final, sino la fuente de centenas de posibles variables. El punto de vista de mi amigo, te guiaba hasta el desconocido tejedor o la precisa maquina que había realizado su manta, y te ayudaba a imaginar, en cada roto posible de la tela, las semillas de infinitas historias. En aquellos días, de su mano, recorrí países y mares que no conozco, al tiempo que experiencias y sentimientos nuevos y lejanos para mí, bien porque lo eran, o bien porque su narración los transformaba y enriquecía. Y, sin haber estado allí, aún puedo concentrarme y admirar las olas estallando sobre cubierta de naves hoy tal vez hundidas o desguazadas, y sentir en mis manos el contacto de las cajas de alcohol de contrabando, con sólo mirar un pasamanos de madera. Y también, al pensar en los pasillos del sanatorio evoco, para bien y para mal, el día en que topé con el protagonista real de estas aventuras, apoyado en un lateral de la planta, con semblante retador y firme, pero marcado por el temor.
Escorado, “El Bajo” parecía aguardar con resignación. Al oírme llegar, hablando por los codos con alguien, como casi siempre, me llamó. Su voz habitual, noble y serena, no encajaba con su rostro asustado. Según fui aproximándome a él, mi alegría se fue evaporando. Algo grave ocurría. Su cuerpo se apoyaba cada vez más contra la pared, en busca de amparo...
John se había quedado ciego. Si acaso, si se apura mi recuerdo, distinguía levemente las típicas luces y sombras.
La oscuridad, que le había arrancado la visión, se proyectó en cierta manera sobre mis propios ojos, durantes unos instantes. Luego, sobreponiéndome, le dije que lo mejor era acompañarle a su habitación y llamar a la enfermera. Pero, para mi sorpresa, él tenía otro pensamiento.
-¿No me puedes acompañar a los asientos de los ascensores?-me pidió- Ya sabíamos que esto iba a ocurrir. La vista se me ha ido yendo tal y como me dijeron. Ellos ya lo sabían. Es sólo que en este momento me he quedado ya sin nada, como quien dice, y no quiero estar en la cama.
No esperaba aquella respuesta. Le propuse ir a la habitación sólo hasta que pudiera informar a la enfermera, y, si ella lo autorizaba, le acompañaría luego con gusto adonde proponía. Aceptó.
Una vez conté a mis compañeras lo sucedido, pude cumplir su deseo y le escolté hasta los asientos junto a los ascensores. Organicé de forma segura su posible vuelta a la habitación en mi ausencia, y me retiré a disgusto a cumplir con mis otras obligaciones. No recuerdo si volví a pasar algún rato con él durante la tarde, pero conociéndome seguro que pasé por su habitación antes de ir a casa. Es más, necesito creerlo.
La tarde siguiente fui al trabajo con un nudo en la garganta. No sabía cómo iba a encontrar al marino varado, ni cómo afrontar su ceguera. Le localicé en el mismo sitio en el que le había visto dejado. Resultaba una persona ajena al escenario que le rodeaba. Algo así como esas estatuas que hoy encontramos en la ciudad, aparentado cruzar la calle con nosotros, o apoyadas en una silla de bronce en una plazoleta. Sentí rabia de que nadie le dirigiese la palabra. Felizmente, antes de llegar a su altura, vi que la gente no le había hecho el vacío. Alguien habló unas palabras con él, que fueron respondidas con cortesía y una especie de alegría, fuera o no real, lo cual me alivió en muchos aspectos. Y, además, con una mirada rápida vi ojos de conmiseración entre el resto de los hombres y mujeres. Todos mostraban aprecio por él y estaban prestos a hacerle más ligera su carga en cuanto lo creían oportuno. Pero sin dirigirse a él a menudo. Respetaban su mutismo, reconocían el momento en que su mente andaba ocupada en algo, y sólo le distraían cada cierto tiempo con frases puntuales, para hacerle sentirse presente y seguro. La intriga sobre sus posibles reflexiones aceleró mi paso. Al llegar a su lado, le saludé. Se alegró vivamente al oírme. Creo que alguien que ocupaba el asiento contiguo al suyo me lo cedió y amablemente se colocó en otro. Empezamos a hablar, y tiempo después le largué un socorrido:
-¿Qué haces?
-Escucho- me respondió
-¿El qué?
-Todo... -al no replicar yo nada, continuó-: Tranquilo, que no estoy loco.
-Nunca he pensado que lo estés.
-Oigo. Aprendo a oír. Lo llevo haciendo varios días, al principio para ayudarme a compensar le ceguera... ahora para ver.
Desde luego, pese a no poder asegurarlo ahora, afirmaría que en aquellos instantes tuve que sentir un ramalazo de nervios, temiendo que mi amigo hubiese enloquecido súbitamente. No porque no sepa que el sonido describe e identifica como la imagen, sino por lo rápido que acontecía todo. Aunque, ante un hombre como aquél, y con pocos meses de vida por delante, ¿se puede valorar justamente sus acciones y pensamientos? Me pregunté que veía él que a mi se me escapaba.
-¿Por ejemplo?- pregunté, tras una pausa.
-Los motores. Conozco de memoria los motores de muchas máquinas, especialmente coches, y eso que me he pasado la vida en el mar. Me encantan los coches. Pero desde aquí oigo también a los pájaros en los árboles cercanos, aprendo a reconocerlos y a seguir sus movimientos, vuelos, habla... Hasta distingo a los conocidos por su forma de andar, con bastante facilidad. Tú, por ejemplo, tienes dos ritmos muy distintos. A veces pisas con pesadez, como si llevases horas trabajando, aunque acabes de empezar. Sé entonces que estás apurado, nervioso o así. Otras, en cambio, pareces un fantasma, como si flotases.
-“Como aquél que anda sobre papel de arroz sin romperlo”- cité.
-¿Eh?
-Nada. Cosas de la tele.
John Silver, “El Bajo”; tal vez oyó hablar y vio algo de la serie “Kung-Fu”, pero estaba claro que no le sonaba la referencia al papel de arroz.
-He visto poco la tele.
-Tranquilo, no pasa nada.
-No he dicho que pase nada-respondió socarronamente.
Sonreí:
-Bueno, algún día me darás una prueba de tus nuevos o ampliados conocimientos.
-¡Ahora mismo!-consintió-¿Tienes tiempo?
La curiosidad y el deseo de satisfacerle vencieron con rapidez cualquiera obligación o demora previsible.
-¡Aja!-admití, con curiosidad infantil.
-Ahora pasa bastante coche. Bueno, aquí siempre pasa bastante coche. Mira por la ventana hacia la esquina y a ver cuántos acierto.
Me levanté y miré por el ventanal. Otros, que no habían podido evitar oír nuestra conversación, se levantaron para comprobar las facultades del hombre del parche negro.
John no tardó en concentrarse. Era una persona muy segura de sí misma. A los pocos segundos dijo con seguridad una marca. Por ejemplo:
-Un Renault.
Yo, que casi estaba por dar por válidas el 80 % de sus afirmaciones, aún a costa de mentir, me vi sorprendido por sus aciertos, de modo que el porcentaje acabó convirtiéndose en real. Me ayudó en la identificación otro hombre, cautivo también por las habilidades de nuestro adivino. Gracias a él los errores no fueron más, porque suelo confundir unos vehículos con otros, a no ser que vea bien los emblemas. Así que no costará imaginar mi asombro al ver, auxiliado por mi testigo, que acertaba casas e incluso modelos. No en la totalidad de los casos, claro está. Cuando reconocía las marcas y modelos, salvo algún fallo, era porque pertenecían a algunos años atrás, en los que seguramente ejercitó iguales habilidades adivinatorias con compañeros de antiguos trabajos. Me gusta imaginármelo en un bar de Estambul, apostando bebidas y quién sabe qué más con tales camaradas.
Luego conocí al hombre de los pájaros, o mejor decir conocimos, pues los espectadores fueron aumentando. A Burt Lancaster le hubiera gustado esta otra versión de uno de sus personajes cinematográficos:“El hombre de Alcatraz”.
Mi amigo nos llamó la atención sobre el arbolado a la entrada del hospital. Y poco a poco empezó a hablar de los pájaros que anidaban allí, dando datos sobre la altura y espesura de los árboles y sus ramas. Con pocas y certeras expresiones nos introdujo en un mundo de detalles aparentemente evidentes, pero que resultaba nuevo para los que nos guiábamos por sus apuntes. Aportando los datos de información necesarios, fue acortando nuestro campo de visión, mediante su concentrado oído, y nos “depositó” sobre uno de los árboles a nuestra izquierda. Uno que a menudo observaba yo desde las habitaciones de ecocardiogramas de la clínica.
Todos, absortos, hipnotizados por la voz del paciente ciego, fuimos transformados por su voz en habitantes de aquellas ramas. Y desde ese puesto de observación nos fue sencillo distinguir los distintos tipos de aves que se movían en aquél hábitat. No estará de más decir que para aquél entonces, el bullicio habitual de la sala de estar se había tornado en silencio contemplativo.
Vivimos un momento único. Las hojas se traslucieron. Los distintos grupos de pájaros se fueron concretando, y podría decirse que creando, gracias a las cuidadosas explicaciones de nuestro de nuestro maestro. Al poco, nos hizo establecer los ojos sobre un único grupo, e instantes después, tras hacernos oír las diferencias, se deleitó en fijar nuestras mentes en un único espécimen. Me pareció el más vivaz de todos. No paraba de saltar de una rama a otra, llegándose a veces hasta otro árbol para posteriormente volver al propio. Cuando perdíamos su imagen, el marino en tierra nos la devolvía a base de remitirnos al canto en respuesta de otros pájaros, o a unas ramas en las que el viento silbaba entre las hojas con un sonido específico. Y el ave renacía a nuestras retinas y el juego continuaba... Ya han pasado años desde dicho día, y sé que a muchos la historia resultará poco creíble. Yo mismo no conseguí alcanzar dicha capacidad, temporalmente, hasta que años más adelante la entrené durante unos ejercicios de meditación. Lamentablemente, practiqué este ejercicio por poco tiempo.
Dicen que para un dios mil o cien años son como un día. Para nuestro protagonista, al revés, un día o tres le envejecían como décadas.
John Silver acabó por andar penosamente por el pasillo, tardando en culminar un trayecto corto largos minutos, crueles como escupitajos de un reloj de manecillas agrias. Le ofrecí una silla de rueda, pero me respondió con una máxima conocida sobre el com¬portamiento ante la adversidad, adaptada a su estado: “Si no puedes correr, camina. Si no puedes caminar, arrástrate, y cuando ya no puedas más acepta con agradecimiento la silla o la camilla. Mientras, lucha.” Creo que fue más o menos lo que dijo Teresa de Calcuta.
El día que la ambulancia vino a llévaselo al centro concertado, donde iba a esperar el fin de sus días, volvió a suplicarme que le permitiese ir a pie. Aquello me colocó en un apuro, pues los de la ambulancia solían llevar prisa, dada la cantidad de traslados pen¬dientes y de unidades móviles disponibles. Pero decidí que John iba a bajar como qui¬siera, si podía arreglarlo. Así que hablé con quienes iban a llevarle. Cierto es que fui sincero, pero tuve que contar tan bien la situación, que no sólo se compadecieron de nosotros, sino que se mostraron totalmente colaboradores.
La noticia alegró al antiguo marino, y tras las despedidas, con sus pocas pertenencias colgando en una bolsa de uno de mis brazos, le ofrecí el otro como apoyo. Emprendimos camino. He de confesar que este, todavía siendo uno de mis recuerdos más satisfactorios, se me hizo eterno, porque me preocupaba que se cayese o pasase algo.
John y yo conversamos cada metro de piso recorrido. Con calma. Y con intensidad. A poca distancia de la muerte, pienso que la idea de una posible caída sólo afectaba a mi mente. Él sólo quería “vivir” todo lo posible, y con todos los recursos físicos de que dispusiese ¡Y así lo hizo!
Oscilando, llegamos hasta unos sillones en el salón previo a Urgencias. De haber conservado la vista, mi compañero habría visto los coches circulando por la calle, a través de las puertas de cristal que se abrían por la mañana. Aunque, recordando lo vivido durante su espectáculo de adivinanzas, probablemente los distinguía mejor que nadie. Con dificultad, le dije que le iba a dejar sólo unos segundos para ir a avisar a los de la ambulancia. Él asintió.
Con paso rápido, para no ausentarme demasiado, me acerqué a los hombres de las ambulancias y quedamos en que ellos entrarían a buscarle al poco. Me alegré de tener unos minutos para poder despedirme.
Volví y me senté nuevamente a su lado… por última vez en nuestras vidas. Le expliqué que enseguida vendrían en su busca. Con ademán resuelto, John Silver, “El Bajo”, me tendió la mano. Se la estreché con fuerza. Mientras nos esforzábamos en retener el contacto del otro, mantuvimos nuestro diálogo final, que quisiera transcribir tal y como lo recuerdo, aunque omitiendo ciertas expresiones de agradecimiento, que me avergon¬zaría citar, sobre todo porque era él quien las merecía.
-¡“…”, qué puedo decirte...!-dijo, con tal fuerza en la expresión, que se diría que podía verme: -Ya no nos volveremos a ver. Ambos sabemos adónde voy, y no digo a la otra clínica.-Un nudo súbito me apretó el alma, al oír el dolor y la aceptación en su habla.- ¡Ojala hubiéramos tenido más tiempo para compartir!- pausa y suspiro violento, de aire que gime. Y una coreografía de músculos faciales y la casi fusión total, ausente de dolor, de nuestras manos, reacias a la separación: -¡Ojala, pero aquí nos despedimos definitivamente!-Una leve sonrisa se dibujó en su cara de aventurero. No una sonrisa forzada. Una sonrisa decidida a apostar hasta el final por la alegría de vivir.
¡No quería irme de esa forma! ¡Necesitaba decirle algo digno de aquel talante! Y sin pensarlo, me vi conjeturando:
-¡Quién sabe! ¡Si al final existe algo “más allá”, nos volveremos a ver!
En cuanto pronuncié estas frases simplonas me arrepentí de haber abierto la boca, pero, para mi sorpresa, provocaron un efecto revitalizador en mi amigo y maestro. Irguiendo su espalda en el sillón, como si de nuevo se hallara sobre la cubierta de un navío, retando a la tormenta, se carcajeó como un mito bravucón, me ofreció nuevamente con fuerza su mano, y mientras me la estrechaba animosamente, afirmó tajante:
-¡Ja, sí señor! ¡Y si existe ese sitio, vas a saber tú quién es...!-y pronunció su nombre con justa altivez.
Creo que dijo algo más, pero no lo recuerdo. Y justo en ese momento entró el hombre de la ambulancia con una silla, llamándole.
-¡Aquí, amigo!- respondió John
-¡Buenas tardes, vengo a buscarle! ¿Usted puede ir en silla?
-Si pudiera ser, me gustaría ir andando- contestó amablemente mi amigo- Si no es molestia.
El compañero de la ambulancia recordó lo hablado, y me lanzó una mirada de aprobación, a la vez que respondía:
-¡Sí hombre, usted tranquilo!
-El problema es que no veo bien... casi nada. Si pudiera sujetarme a usted podría hacerlo.
-¡Claro que sí, vamos allá!
Le ayudé a levantarse lentamente del gran sillón. Creo que nos dimos un fuerte abrazo de despedida, tras unas últimas palabras de afecto y adiós. También necesito creerlo así, otra vez.
Otro hombre de la ambulancia llegó hasta nuestra ubicación, y al poco salió con la silla. Y tras este, hablando animadamente, partieron John Silver, “El Bajo", y su nuevo guía. Tres o cuatro metros después torcieron hacia la salida y desaparecieron de mi vista.
Las Palmas, 03:14 del día 16 de diciembre de 2004
Preste Juan
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